En la película La vida de Brian, John Cleese interpreta a Reg, el líder del Frente Popular de Judea. En una escena memorable, Reg termina de arengar a sus tropas con la pregunta "¿Qué han hecho los romanos por nosotros?" Un soldado de infantería, trajeado como luchador por la libertad, responde "¿el acueducto?" Luego, otro más, "los caminos". John Cleese comienza a molestarse hasta que los otros soldados agregan "irrigación," "medicina," "educación," "vino," "baños públicos" y "ahora es seguro caminar por las calles de noche". El personaje de Cleese responde: "Está bien, pero aparte de la educación, la seguridad, el riego, las carreteras, el saneamiento, el vino, los baños públicos y la medicina... ¿Qué han hecho los romanos por nosotros?"
México no nació ayer ni se inventó en 2018. Las décadas pasadas arrojaron innumerables beneficios y satisfactores que ahora son el sustento de la economía que beneficia al presidente.
Cuando, al estilo Reg, el presidente acusa “¿Qué hizo el neoliberalismo o qué hicieron los que diseñaron para su beneficio la política neoliberal?” la respuesta es similar: sentaron los cimientos para una economía susceptible de encauzar las fuerzas y capacidades de la sociedad mexicana en la convulsa era de la globalización, los conflictos entre las potencias y las dislocaciones digitales del siglo XXI. Además, al liberalizarse la economía para favorecer la libre concurrencia de los diversos agentes, se eliminaron las amarras que mantenían controlada y sometida a la sociedad, es decir, crearon condiciones (conscientemente o no) para la democratización del país. El “neoliberalismo” permitió que México sobreviviera en un mundo cambiante. No poca cosa…
Por supuesto, no todo lo que se hizo en esas décadas fue impoluto o exitoso. La lista de errores, sesgos, malas decisiones, corruptelas y perversiones en algunas decisiones y en muchos procesos de implementación es legendaria. Pero el resultado es infinitamente más benigno que lo que había cuando comenzaron las tan mentadas reformas que el presidente descalifica sin ton ni son. En 1982, luego de dos gobiernos autoritarios dedicados a la destrucción de las finanzas públicas y a la petrolización de la economía, las reformas eran inevitables. En esos doce años, el mundo se había transformado porque el boicot petrolero árabe de 1973 había obligado a un replanteamiento integral de la forma de producir encabezado, en buena medida, por las empresas automotrices japonesas.
Ensimismado por el espejismo de un futuro fácil que imaginaban los políticos por el petróleo (el problema de México sería “administrar la abundancia” dijo López Portillo) el país se había abstraído de lo que ocurría en el resto del mundo. Paradójicamente, la manera en que los japoneses rediseñaron la manera de producir le abrió oportunidades a México que nunca antes habían sido posibles. Los japoneses crearon lo que ahora se conoce como las cadenas de suministro donde un automóvil ya no se produce de A a Z en un mismo lugar, sino que cada planta se especializa en la producción de partes y componentes para un ensamble final. Cada engrane de este proceso depende de las capacidades locales, la disponibilidad de mano de obra calificada y su localización geográfica.
En su esencia, las reformas emprendidas desde los 80 fueron un intento por incorporar a la economía mexicana en esa lógica global, lo que ha ocurrido en innumerables industrias que ahora nos vinculan con nuestros dos socios norteamericanos de manera estructural, convirtiéndose en el principal motor de la economía del país. Lamentablemente, una gran parte de la población y algunas regiones del país quedaron fuera de esta lógica por toda clase de obstáculos e intereses políticos que siguen expoliando y depredando del mexicano común y corriente. Este es el déficit que urge corregir.
La liberalización de la economía, especialmente la negociación del Tratado de Libre Comercio (TLC), cambió la fisonomía del país porque, una vez abiertas las compuertas, la sociedad entera tuvo la oportunidad de transformarse. Así se comenzaron a manifestar distintas formas de pensar y de ser de la ciudadanía, aparecieron organizaciones sociales para representar o atender problemas de diversa índole e instituciones que satisfacen necesidades de las que el gobierno no puede ocuparse. Todo eso que denuesta el presidente son evidencias de una sociedad que crece, se desarrolla y madura. Una sociedad que actúa por su lado y que, en muchos sentidos, enfrenta los problemas que el gobierno es incapaz de resolver.
En la visión presidencial, el gobierno debe encargarse de todo, aunque no se responsabiliza de nada. En su perspectiva, en el país ya no hay violencia, corrupción, pobreza o carencias porque el gobierno actúa y resuelve, todo por el mero hecho de quererlo. Los problemas que persisten en ese imaginario surgen de todo lo que el gobierno no controla, razón por la cual la solución a los problemas del país radica en controlar, centralizar y eliminar cualquier manifestación fuera del dominio gubernamental.
Le guste o no al presidente, en un país abierto como lo es México, la población se manifiesta en los diversos ámbitos de la economía, la sociedad y la política porque no puede ser de otra forma ni se puede revertir.