En mi columna anterior advertía sobre los riesgos de politizar un concepto que designa uno de los mayores crímenes concebibles: el genocidio. Lo decía en relación a su empleo por el gobierno estadounidense para designar tanto la política otomana contra la minoría armenia durante la Primera Guerra Mundial como la actual política china contra la minoría uigur en la provincia de Xinjiang. Las respuestas en Turquía a esa designación muestran el tipo de debate al que ello podría dar lugar: desde medios de comunicación hasta el presidente Erdogan cuestionaron la autoridad moral del gobierno estadounidense para emplear esa designación, recordando la limpieza étnica contra los nativos americanos, la esclavitud de los afro-americanos, las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, los crímenes cometidos en Vietnam y así, sucesivamente. Pero cuando menos en el caso armenio la acusación de genocidio, como vimos la semana pasada, tiene base en buena parte de la historiografía académica. En el caso uigur, en cambio, la designación suscitó controversias incluso entre las organizaciones de derechos humanos.
El exsecretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, apeló a un inciso de la definición establecida por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de la ONU, según el cual las “medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo” constituyen el delito de genocidio cuando se perpetran “con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. El reporte de Human Rights Watch sobre Xinjiang relieva las prácticas de control natal del régimen chino entre sus ciudadanos musulmanes desde el propio título: “Quiebren su Linaje, Quiebren sus Raíces” (cita de un funcionario del gobierno chino), pero en el subtítulo califica esas prácticas como un “Crimen contra la Humanidad”, no como un genocidio. Lo cual revela un problema con la definición de la ONU, dado que una condición habitualmente difícil de probar (la intención genocida del perpetrador), es necesaria para que se constituya el crimen.
Hay quienes creen que no deberían ser los gobiernos sino jueces independientes quienes tomen las decisiones en torno a estos temas. El problema es que los jueces aplican las leyes y los códigos penales aprobados por las autoridades políticas (habitualmente, los parlamentos). Por ejemplo, en Turquía el código penal define como un crimen “insultar” al Estado, y los fiscales asumen que acusar al Estado turco de genocidio cae dentro de esa categoría. En Francia, de otro lado, tanto el ejecutivo como el legislativo han buscado aprobar una norma que proscriba negar que en 1915 se cometió un genocidio contra el pueblo armenio, calificando esa negación como un crimen de incitación al odio. En esos casos el Consejo Constitucional francés impidió que ello ocurra, alegando que una norma así suponía un “ataque desproporcionado e innecesario contra la libertad de expresión”.
Una norma así sería problemática por dos razones. La primera es que, de haberse adoptado, negar que existió un genocidio contra el pueblo armenio sería un crimen en Francia, pero afirmar que existió dicho genocidio sería un crimen en Turquía. La segunda razón es que, en aplicación de la Ley Gayssot de 1990, sí es delito en Francia negar los crímenes contra la humanidad (término que emplea la ley), cometidos por los nazis en contra del pueblo judío. Pero, según un fallo judicial, esa ley no es aplicable a eventos ocurridos antes de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, el que la legislación penalice el negar sólo uno de esos crímenes no depende de la naturaleza de los hechos.
Precisamente por los riesgos que implica establecer la verdad histórica por decisión política o bajo amenaza judicial, y porque se antepone el derecho a la libertad de expresión a la conveniencia de restringir la incitación al odio, los Estados Unidos no tienen leyes similares (aunque, incluso en ese caso, ese derecho ha sido acotado por fallos de la Corte Suprema).