La contraofensiva contra las fuerzas de ocupación rusas comenzó en el suroeste de Ucrania, en la provincia de Jersón, hacia finales de agosto. El segundo frente en esa contraofensiva se abrió en la provincia de Járkov, en el noreste, hacia comienzos de septiembre. Mientras la ofensiva en Jersón apenas consiguió recuperar unos cientos de kilómetros cuadrados, la de Járkov recuperó unos 6.000 kilómetros cuadrados de territorio ucraniano que estuvo meses bajo dominio ruso. ¿Qué explicaría esa diferencia?
Una primera explicación sería que, mientras la ofensiva de Jersón fue anunciada con semanas de anticipación, la de Járkov parece haber tomado por sorpresa a las fuerzas de ocupación rusas. Precisamente porque fue una ofensiva prevista con antelación, decíamos en un artículo anterior que las fuerzas rusas venían fortificando posiciones defensivas para hacerle frente. El propósito de anunciar de modo estentóreo los preparativos para la contraofensiva en Jersón habría sido, precisamente, el de inducir al ejército ruso a concentrar allí arsenales y unidades de élite, dejando otros frentes (como el de Járkov) con defensas de menor cuantía y calidad.
Ahora bien, una diferencia tan grande en los resultados, difícilmente podría explicarse únicamente por esa razón. El avance fulminante en el frente de Járkov se explicaría en mayor medida por el hecho de que el territorio capturado en esa provincia contiene en lo esencial pequeños poblados, mientras que en Jersón el blanco principal es la ciudad del mismo nombre: es decir, la única capital provincial que capturaron las fuerzas rusas en el transcurso de la guerra. Como decíamos en ocasiones anteriores, la guerra urbana favorece la defensa sobre el ataque, y la doctrina militar sugiere que tomar por asalto una ciudad requiere un ratio de efectivos de seis a uno en favor del atacante: por eso las fuerzas ucranianas, antes que lanzar un asalto frontal contra Jersón, intentan rodear a las tropas rusas en la ciudad, brindándoles, sin embargo, una ruta de escape a través del río Dniéper. El propósito sería propiciar su huida o rendición, evitando así un combate encarnizado por el control de la ciudad.
Es por eso que, por ejemplo, Rusia debió sitiar y bombardear durante ochenta días la ciudad de Mariúpol (defendida en el tramo final del sitio por apenas unos centenares de combatientes), antes de que esta cayera en su poder. Y el ejemplo de Mariúpol nos revela un obstáculo adicional para las tropas ucranianas que buscan recuperar Jersón: a diferencia de Rusia, que apeló a bombardeos indiscriminados sobre Mariúpol antes de capturar una ciudad en ruinas, es de suponer que, en el intento por recuperarlas, los ucranianos no desean destruir sus propias ciudades, ni victimizar en el proceso a los compatriotas a los que buscan liberar. Por ello, la prueba ácida sigue siendo la misma de siempre: si las tropas ucranianas consiguen liberar una ciudad de las dimensiones de Jersón, sabremos entonces que su contraofensiva ha conseguido cambiar el curso de la guerra en su favor.
Pero, como sabemos, ese no será el final de la historia. Decíamos en columnas anteriores que Vladimir Putin preferiría escalar antes que admitir una derrota, y eso acaba de ocurrir. De un lado, Rusia respondió a la reciente ofensiva ucraniana atacando por primera vez centrales de generación eléctrica. De otro lado, el gobierno ruso decretó una movilización parcial que llama a filas a 300.000 reservistas con experiencia militar (si se tratara de nuevos conscriptos, reclutarlos, entrenarlos y desplegarlos en el frente podría tomar más de medio año y, por su falta de experiencia, su desempeño sería tan mediocre como el de los conscriptos que ya están combatiendo). Ambas decisiones son prueba de que la guerra va bastante peor de lo esperado para Rusia, pero también de que el gobierno ruso considera que solo él puede escalar esta guerra en forma indefinida.