La (mal llamada) gripe española asoló eal planeta entre 1918 y 1919, fechas entre las que infectó al 27% de la población mundial y ocasionó hasta 100 millones de muertos (más del 5% de la población global). No son pocos los que temen que, si la actual pandemia del coronavirus no logra ser contenida, podamos sufrir una situación similar, de modo que parece procedente analizar cuáles de las medidas que se adoptaron entonces funcionaron a la hora de minimizar la letalidad del virus y cuáles, en cambio, constituyeron un sonoro fracaso. Máxime cuando la propagación de la enfermedad se halla descontrolada dentro de nuestro país y, por consiguiente, se hace necesario reflexionar sobre qué medidas deberíamos estar adoptando ahora mismo.
Para responder a esta cuestión, podemos acudir al 'paper' de 2007 “Nonpharmaceutical Interventions Implemented by US Cities During the 1918-1919 Influenza Pandemic”, donde precisamente se analizan los heterogéneos protocolos aplicados en 43 ciudades estadounidenses durante la pandemia de 1918-1919 para comprobar si influyeron en la distinta letalidad que experimentaron estas urbes. ¿Y a qué conclusiones llegaron?
Primero, todas las ciudades aplicaron al menos una de estas tres medidas: a) suspensión de las clases escolares, b) prohibición de aglomeraciones y c) aislamientos o cuarentenas. Segundo, el protocolo más común fue combinar la suspensión de las clases con la prohibición de las aglomeraciones: el 79% de las ciudades analizadas (34 sobre 43) lo aplicó con una duración mediana de cuatro semanas. A su vez, dentro de esas 34 ciudades, 15 también utilizaron la cuarentena o los aislamientos. En cambio, otras ciudades optaron o por solo una de las otras tres medidas o por una combinación diferente entre ellas. Tercero, las ciudades que aplicaron como mínimo la suspensión de clases y la prohibición de aglomeraciones a la vez fueron las que consiguieron controlar en mayor medida las muertes extraordinarias debidas a la epidemia. Cuarto, las ciudades que aplicaron estas medidas antes fueron las que alcanzaron sus picos de letalidad más pronto (en cambio, las que más tardaron en aplicarlas fueron las que más tardaron en derrotar la enfermedad). Quinto, las ciudades que aplicaron estas medidas antes también sufrieron picos de letalidad menos gravosos que las ciudades que las aplicaron después. Sexto, las ciudades que levantaron demasiado pronto las medidas de contención experimentaron un doble pico de letalidad (a saber: las medidas logran contener la epidemia, se retiran antes de tiempo y la epidemia vuelva a extenderse). Y séptimo, y en definitiva, las ciudades que fueron más raudas a la hora de reaccionar ante la epidemia padecieron una letalidad inferior
De ahí que los autores concluyan que “la experiencia de 1918 sugiere que políticas de contención sostenidas en el tiempo son beneficiosas y deben mantenerse después de que el pico de letalidad haya pasado”. Es decir, necesitamos políticos que -en su cualidad de autoproclamados gestores de la salud pública de una sociedad- reaccionen con rapidez a las epidemias para así frenar o contener su letalidad. En España, sin embargo, solo tras el 8 de marzo hemos comenzado a aprobar parcialmente alguna de esas tres políticas de contención que fueron clave para minimizar el impacto de la pandemia de 1918: suspensión de clases solo en algunas autonomías, prohibición muy parcial de grandes aglomeraciones (y hasta el 8 de marzo, las propias autoridades le quitaban hierro a los riesgos de acudir a ellas), ni cuarentenas locales (salvo alguna pequeña excepción).
En definitiva, si hace una semana la pasividad de nuestras autoridades resultaba difícilmente comprensible, hoy lo es mucho más. No deberíamos seguir de brazos cruzados mientras observamos cómo el sistema sanitario italiano colapsa por no haber sido capaz de frenar a tiempo los contagios.
Y aunque efectuar comparaciones, sobre todo sin controlar muchas otras variables diferenciales que pueden influir en el resultado final, sea potencialmente impreciso, hay algunas cifras que comienzan a clamar al cielo. Hace poco más dos semanas, Japón contaba con 161 contagiados y a día de hoy, tras suspender las clases y prohibir aglomeraciones, esa cantidad se ha elevado hasta los 581. En cambio, hace dos semanas, España apenas tenía dos personas contagiadas y hoy, sin haber tomado ninguna medida seria de contención (hasta el pasado lunes), supera las 1.600. Teniendo en cuenta, además, que Japón cuenta con 2,7 más habitantes que España, la dispar evolución debería mover a la reflexión y al examen de conciencia de nuestros políticos.
En definitiva, si hace una semana la pasividad de nuestras autoridades resultaba difícilmente comprensible, hoy lo es mucho más. No deberíamos seguir de brazos cruzados mientras observamos cómo el sistema sanitario italiano colapsa por no haber sido capaz de frenar a tiempo los contagios. La historia nos proporciona valiosas lecciones de las que deberíamos aprender.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.