Los hallazgos de las investigaciones empíricas sobre conflictos armados no suelen ser generalizables, pero comparando con casos similares, ¿qué podrían decirnos esas investigaciones sobre la guerra en Siria? El carácter local y descentralizado de las protestas iniciales sugería que, de producirse una insurgencia armada, esta tendría esas mismas características. A su vez, que el régimen sirio no tuviese al frente uno sino decenas de grupos irregulares armados, presagiaba lo difícil que sería encontrar una solución negociada (por los problemas para identificar interlocutores válidos, y porque los excluidos podrían, manu militari, ejercer un veto sobre cualquier acuerdo).

En general, esas investigaciones advertirían sobre los riesgos de subsumir toda la violencia dentro de una gran narrativa (“la guerra civil”, en singular), para relievar el carácter y la motivación local de buena parte de la violencia que se despliega en el transcurso de las denominadas “guerras civiles” (por ejemplo, algunos poderes locales pueden estar más preocupados por explotar las actividades de contrabando y mercado negro que propician las guerras, que por combatir al “enemigo”). Otro ejemplo en el caso específico de Siria, es el de las milicias kurdas: desde su perspectiva, ellas no libran una guerra civil para cambiar el régimen político, sino una guerra de independencia para crear su propio Estado. Por eso sus enemigos cambian según las circunstancias: lo que los define como enemigos no es su actitud frente al régimen sirio, sino su capacidad o voluntad para obstaculizar el logro de su objetivo fundamental (V., el control militar de un territorio continuo en la región fronteriza con Turquía). 

Pese a una perspectiva tan desoladora, en tanto no sean quienes sufren las principales consecuencias de sus actos, las potencias extranjeras que atizan el conflicto podrían continuar haciéndolo mientras parezca servir a sus objetivos. La evidencia sugiere que algunas de esas potencias están pagando un costo creciente por su conducta en Siria...

Pero incluso los grupos irregulares armados que comparten un objetivo estratégico (sea cambiar un régimen político o expulsar una potencia ocupante), serán proclives a combatir entre sí, tanto para acceder a fuentes de financiamiento como para evitar que, de conseguir su objetivo común, sean grupos rivales quienes cosechen los beneficios. Por ejemplo, la expulsión de las tropas soviéticas de Afganistán dio lugar a una guerra civil entre los grupos que se aliaron para combatir la ocupación extranjera. Producto de esa guerra, el movimiento Talibán (que ni siquiera existía como tal durante la ocupación soviética), logró conquistar y gobernar un 90% del territorio afgano, a expensas de sus antiguos aliados.    

Una guerra librada únicamente por grupos nacionales suele producir tarde o temprano un punto de equilibrio (es decir, una situación que no necesariamente satisface los objetivos que se trazaron los contendientes, pero que resulta preferible a continuar la guerra). Pero guerras como las descritas suelen producir la injerencia de una o más potencias extranjeras, lo cual por lo general hace que ese punto de equilibrio se alcance más tarde que temprano, y a un mayor costo en vidas humanas: mientras mayor sea el número de potencias involucradas y menor sea su nivel de coordinación, peores serán las consecuencias.

Dado que para los grupos irregulares armados es vital demostrar a la población local su capacidad para brindar servicios en un entorno de estabilidad, el régimen buscaría negarles ese objetivo destruyendo toda semblanza de vida rutinaria en las zonas bajo control insurgente. Por ende, es probable que hechos como el reciente bombardeo de un hospital administrado por Médicos Sin Fronteras en la provincia de Idlib no sean meros accidentes.   

Mientras más cruenta y prolongada sea una guerra civil (al menos en parte como producto de la intervención extranjera), mayor será la probabilidad de que una proporción creciente de la violencia deje de ser instrumental (es decir, un medio para obtener objetivos políticos), para convertirse en un fin en sí mismo (en la búsqueda de venganza por el daño sufrido). Eso a su vez hará más probable la emergencia y el crecimiento de posiciones extremistas entre los contendientes. 

Pese a una perspectiva tan desoladora, en tanto no sean quienes sufren las principales consecuencias de sus actos, las potencias extranjeras que atizan el conflicto podrían continuar haciéndolo mientras parezca servir a sus objetivos. La evidencia sugiere que algunas de esas potencias están pagando un costo creciente por su conducta en Siria (V., la crisis de los refugiados, el surgimiento del denominado “Estado Islámico”, los atentados terroristas dentro y fuera de la región, etc.). Pero dado que no todas las potencias que intervienen en Siria asumen esos costos en similar proporción, queda por ver si ello bastará para impulsarlas a coordinar  sus acciones de modo tal que contribuyan a reducir en forma significativa el nivel de violencia y, eventualmente, a poner fin al conflicto.