"Existía detrás, en mi espíritu, la terrible intuición de palabras escuchadas en sueños, frases murmuradas en pesadillas"
(de la novela "Corazón de tinieblas", de Joseph Conrad)
La violencia no sólo acecha en cada esquina. Nos lleva en vilo, obligándonos a verla a la cara mientras descendemos juntos a las profundidades de la sinrazón.
Que despierte México debiera ser el deseo de los gobernados. Que despertemos de esta pesadilla, que demos la vuelta a la nave y busquemos refugio en el puerto del que nunca debimos zarpar: un marco legal válido para todos, sin excepciones.
Santiago Tulyehualco fue algún día el pueblo que inspiró a Quirino Mendoza a componer "Cielito Lindo". Hoy se queda en la memoria porque, allí, una niña de siete años de edad fue asesinada de la forma más espantosa e inentendible, conducida a su muerte por una mujer que se la llevó de la entrada de su escuela.
El video que muestra a ambas caminando por tierra de nadie –una zona donde se encuentran las alcaldías de Xochimilco, Tláhuac y Milpa Alta y de la que, por tanto, ninguna autoridad quiere ocuparse– es una alegoría del país.
Así vamos nosotros, inermes, tomados de la mano del horror, guiados a donde quiera llevarnos. Como Marlow, el protagonista de "Corazón de tinieblas", vamos remontando el río para encontrarnos con Kurtz, en el "tenebroso círculo de algún infierno".
De catarsis en catarsis, tratamos de aferrarnos a nuestra justa indignación. Nunca más debe pasar algo así, exclamamos. Y sin embargo sigue pasando.
Ya fue Camila, una niña de nueve años de edad, ultrajada y asesinada en Valle de Chalco, a unos metros de su casa, la víspera de Año Nuevo, arrancada súbitamente de la vista de sus familiares. Y antes, la niña Valeria, en Neza, secuestrada y asesinada por un chofer de combi, luego de que su padre la depositó en el transporte público mientras él la seguía en su bicicleta bajo la lluvia.
Pasa porque hemos extraviado todos los referentes que delimitan una sociedad. El más importante de ellos, la ley, aquel que garantiza la seguridad de todos porque no permite que nadie invada el derecho de los demás. Cuando consentimos que sólo valga según las conveniencias o el peso específico de cada quien, abrimos la puerta a la recreación de los instintos más elementales del ser humano, aquellos que tuvieron que ser domados para poder vivir en sociedad.
Hoy tenemos un país donde se matan, en promedio, casi cuatro niños y diez mujeres al día. Y ni en un caso ni en otro hemos podido poner en marcha un conjunto de reglas básicas para evitarlo.
El gobierno nos quiere convencer que todo esto es resultado de un modelo económico, el neoliberalismo. Apuesta por regalar dinero para aplacar el apetito criminal. Pero ¿de qué sirve que "uno de cada dos hogares" en México esté cubierto un programa social si la autoridad encargada de la educación ni siquiera es capaz de ordenar que ningún maestro pueda considerar terminadas sus labores del día hasta que todos sus alumnos hayan sido entregados a un adulto que se hará responsable de su regreso seguro a casa?
"Que el gobierno despierte", me dice don Guillermo Antón Godínez, abuelo de Fátima, cuando le pregunto qué consecuencia desea que tenga el homicidio de la niña.
Me temo, don Guillermo, que el gobierno seguirá sumido en el sueño de su buena imagen. Con un Presidente que se pone a la defensiva cada vez que ocurre una atrocidad como ésta, porque lo único que parece querer es que no lo culpen a él. Y con una fiscal de la Ciudad de México que un día dice que se deben castigar las filtraciones en las pesquisas y al día siguiente afirma en una entrevista que la madre de la menor asesinada está loca y su padre padece demencia senil.
Que despierte México debiera ser el deseo de los gobernados. Que despertemos de esta pesadilla, que demos la vuelta a la nave y busquemos refugio en el puerto del que nunca debimos zarpar: un marco legal válido para todos, sin excepciones.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.