La escenificación de un tema de la banda punk Sex Pistols era lo último que esperaba ver en unas olimpiadas cuya ceremonia inaugural presidía la adusta mirada de Isabel II. Porque fue a ella a quien la banda espetó su irreverente “Dios salve a la reina, y su régimen fascista”. Claro que no fue esa la canción de Sex Pistols que inauguró las olimpiadas. Tampoco fue la canción “Anarquía en el Reino Unido”, que dio título al editorial que la revista “The Economist” dedicó a los desmanes ocurridos en Londres un año antes de que fuera la sede olímpica.
A su vez, el punk feminista del colectivo Riot Grrrl fue la fuente de inspiración de la agrupación rusa Pussy Riot. Cuando días antes de las elecciones presidenciales interpretaron un tema dedicado a Vladimir Putin en la Catedral de Moscú, incluso connotados opositores al régimen como Alexey Navalny calificaron su acción como una “idiotez”. Pero he aquí que (tal como ocurriera con el empresario Mikhail Khodorowsky), la convicción de que eran víctimas de una persecución política sumada a la lucidez y dignidad con que se condujeron durante el juicio en su contra, convirtieron a tres integrantes de Pussy Riot en un baluarte de la oposición a Putin.
La acusación de vandalismo inspirado en el odio religioso es insostenible. De un lado, porque una representación histriónica de un minuto de duración en la que no se destruyó propiedad alguna difícilmente califica como un acto vandálico. De otro, porque las Pussy Riot no criticaron al patriarca ortodoxo Kiril por sus creencias religiosas, sino por su proselitismo político: durante la campaña este calificó la gestión de Putin como “un milagro de Dios”, e invocó de manera explícita a votar por él. Es cierto que la mayoría de los creyentes rusos consideraron ofensiva la performance del grupo (cosa por la que se disculparon), pero según las encuestas buena parte de ellos no considera que el hecho amerite una sanción penal.
La acusación de vandalismo inspirado en el odio religioso es insostenible. De un lado, porque una representación histriónica de un minuto de duración en la que no se destruyó propiedad alguna difícilmente califica como un acto vandálico.
Cuando diversos intérpretes (entre ellos, los Sex Pistols), se pronunciaron en favor de las integrantes de Pussy Riot, el Vice Primer Ministro ruso Dimitry Rogozin decidió cebarse en sólo uno de ellos: calificó a Madonna como una antigua puta que, como sería habitual en el gremio, se dedica a prodigar lecciones morales en la vejez. Rogozin pretendía descalificar una opinión descalificando a la persona que la expresa. Lo cual no resistiría el menor análisis, de no ser por el subtexto que sustenta esa pretensión: ningún machista que se respete tomaría en consideración la opinión (acertada o no), de una puta (presunta o real).
Dentro de la visión polar de la mujer habitual en el machismo, esta es o bien sumisa y abnegada, o bien perdida e irredimible. Y si es esto último, cualquier otra consideración sobra. La paradoja es que esa visión polar de las cualidades éticas de una mujer puede jugarle una mala pasada al machismo. Ese es el caso, por ejemplo, de las madres de soldados rusos que se movilizaron en contra de la guerra en Chechenia. O el de las Madres de la Plaza de Mayo, el único grupo organizado de la sociedad argentina que podía cuestionar en público las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura militar. La idea de reprimir a madres preocupadas por la suerte de sus hijos (algo que, en principio, corresponde a su papel tradicional en la sociedad), era injustificable incluso desde una perspectiva machista.
Y es probable que los temores del machismo no sean infundados, dado que la socialización distintiva de muchas mujeres parece influir sobre su actitud frente a procesos políticos como la guerra. Podemos inferir que no se trata de una predisposición natural, por su variación en el tiempo. Por ejemplo, las encuestas realizadas en las décadas del 60 y el 70 no revelaban una brecha de género en el respaldo de los ciudadanos estadounidenses a la guerra de Vietnam.
En cambio, las encuestas sobre la primera guerra del Golfo revelaban en octubre de 1990 una brecha de género de 25%: mientras 73% de las mujeres encuestadas se oponían a esa guerra, sólo hacían lo propio 48% de los hombres. Y ese cambio en la actitud hacia la guerra de muchas mujeres se produjo durante el mismo período de tiempo en el cual la sociedad estadounidense atravesó un acelerado proceso de modernización social. Por ejemplo, durante ese período se produjo un cambio significativo en las actitudes sociales hacia el papel de la mujer en los espacios públicos. Así, mientras según una encuesta en 1967 sólo 53% hubiera elegido a una mujer como presidente de los Estados Unidos, en 2007 la proporción se había elevado hasta alcanzar el 90%.
Es por ende probable que el Vice Primer Ministro ruso no se equivoque: las que él consideraría “putas”, pueden en efecto ser subversivas para el orden establecido.