“Mira el mundo a tu alrededor. Puede parecer inamovible, implacable. No lo es. Con el más mínimo empujón, en el lugar correcto, todo puede cambiar”. Así explica Malcolm Gladwell la forma en que las cosas cambian, con frecuencia de manera súbita y sin dar aviso alguno o sin que los antecedentes sugirieran que un cambio se encontraba en el reino de las posibilidades. Ante las elecciones presidenciales de 2024, lo natural es extrapolar el momento actual para concluir que lo que hoy parece obvio e inevitable se hará realidad en aquel momento. No obstante, la historia demuestra que el proceso de sucesión mismo altera la realidad, creando circunstancias que modifican el panorama. Peor cuando el embate contra las fuentes de certidumbre que quedan es incesante.

Muchas cosas en nuestro mundo cambian de manera súbita. Algunas son producto de una alteración de las circunstancias específicas (como un bombazo inmediatamente antes de una elección), otras resultan de la acumulación gradual de factores, ninguno de ellos significativo o trascendente, pero en conjunto devastador. La revelación de un caso de corrupción modifica la imagen de quien está involucrado, al igual que un liderazgo irrelevante súbitamente adquiere dimensiones cósmicas. Nadie anticipó el colapso de la URSS o la Revolución Francesa.

Por varias décadas, sucesivos gobiernos se abocaron a construir fuentes de certidumbre. Así nacieron las comisiones regulatorias (competencia, telecomunicaciones, energía, etcétera), las instituciones electorales, la “nueva” Suprema Corte y otras tantas que, con mayor o menor impacto, tenían por propósito conferirle certeza al electorado, a los agentes económicos y a la ciudadanía en general. Sin embargo, en los últimos cuatro años los mexicanos hemos presenciado un ataque sistemático a todas esas instituciones, primero minando su credibilidad y luego procurando eliminarlas, neutralizarlas o someterlas.

La gran pregunta es si es posible hacer tantos cambios sin consecuencia alguna. A la fecha la respuesta parecería obvia, toda vez que la inversión privada, especialmente la del exterior, ha crecido de manera sistemática (en buena medida gracias a la existencia del T-MEC y del conflicto Estados Unidos-China). Más allá de algunas manifestaciones y quejas, el país ha seguido su curso de deterioro, pero sin enfrentar ninguna crisis seria. No hay mejor evidencia de lo anterior que el tipo de cambio peso-dólar, que no splo no ha sufrido una alteración severa, sino que ha tendido a fortalecerse.

En este contexto, es natural pensar que es posible, y hasta razonable, extrapolar el momento actual para concluir que la elección presidencial de 2024 ya se cocinó y que quien el presidente decida nominar como candidato ganará sin discusión alguna. Yo no tengo ni la menor duda que si la elección tuviese lugar el próximo domingo, ese sería el desenlace. El problema con ese escenario es doble: primero, la elección tendrá lugar en 15 meses y medio y, si la historia enseña algo, la probabilidad de que las cosas se mantengan constantes es baja. Pero el mayor de los problemas con esa lógica, y la razón para pensar que la contienda será mucho más compleja es el actuar del propio presidente, quien con su embate contra el INE demuestra que él no tiene certeza de que el resultado le favorezca, que es la razón que lo motiva a someter al INE para asegurar el control del proceso, con la lógica de Stalin: lo importante es quien cuenta los votos.

Mi impresión es que es posible realizar muchas modificaciones sin consecuencia aparente, hasta que súbitamente alguna de esas resulta excesiva y todo cambia. Hay un viejo dicho en la política mexicana que reza así: “aquí nada cambia, hasta que cambia”.

Varios colegas comentaristas han venido argumentando que el cambio propuesto para las instituciones electorales puede ser el punto de inflexión, quizá un punto de quiebre, que altere todo el escenario político. Sería el equivalente a quitarle los alfileres al statu quo. Uno podría pensar que un alfiler más o uno menos no cambia el panorama, hasta que uno de esos alfileres provoca una reacción dramática que nadie vaticinó en lo específico, pero que colma el plato. La proverbial gota que derrama el vaso. Más importante, una vez desatado el proceso, no hay nada que lo pueda parar. Si no, pregúntenle a López Portillo.

En los setenta, todo parecía ir viento en popa, hasta que subieron las tasas de interés y, con eso, la economía se vino abajo como un castillo de naipes, de facto quebrando al gobierno y provocando una década de recesión y (casi) hiperinflación. No sugiero que éste sería el escenario probable en este momento, pero es importante no perder la perspectiva. Más allá de lo que la gente pudiese decir o incluso pensar, lo que más valora el ser humano es la certidumbre, como la provista por la credencial de elector. En el momento en que la población -y sus diversos subsegmentos- comienza a percibir que las cosas pudiesen cambiar, su actitud se modifica de manera instantánea.

El país se encuentra en un momento por demás delicado en el que día a día se juega con los pocos factores de certidumbre que persisten. Nadie sabe qué puede desatar un cambio, pero el intento por probar los límites es sistemático, incesante a irredento.