Mi país, Chile, con sus 756.626 km2 de superficie, 4.270 kilómetros de longitud y una enorme variedad de paisajes, climas y relieves que van desde el extremo desierto de Atacama, la enorme cordillera de los Andes, con sus cumbres y volcanes de relevancia mundial; la Patagonia con sus pampas, fiordos y campos de hielo, y las islas de Pascua y Archipiélago Juan Fernandez, sin duda que presenta particularidades y dificultades propias de esta “loca geografía”.
En esta gran variedad de territorios, la densidad de población no resulta ser muy significativa, siendo inferior a 20 personas por km2 en poco más de la mitad de la superficie del país. Lo anterior lleva aparejado la relevancia de la inversión en infraestructura pública y la rentabilidad social de esta, siendo la última una variable de decisión importante. Indudablemente, en la medida que existen pocas personas en un determinado territorio, la justificación económica de la inversión se hace más débil, reforzándose de este modo la carencia de una dotación de infraestructura adecuada en zonas con baja población, respecto de aquellas en que la inversión es más atractiva desde un punto de vista social.
Fruto de esto, es que se perpetúen territorios históricamente aislados asociados a bajas densidades de población y con niveles básicos de beneficios en términos de salud, educación y especialmente sistemas de transporte y comunicaciones adecuados. No debemos extrañarnos que por ejemplo, cuando ocurren sucesos extraordinarios desde el punto de vista de catástrofes naturales, emergencias sanitarias o accidentes inesperados, no sea posible establecer redes de apoyo, manejo de información relevante para la toma de decisiones, o sencillamente no sea posible operar en la zona con toda la tecnología e implementación disponible.
En este sentido, el fatídico accidente aéreo ocurrido en el Archipiélago de Juan Fernandez a principios de septiembre pasado -con la muerte de 21 personas, entre ellos destacados personajes de la sociedad nacional-, es una señal de esta situación en que las comunicaciones están limitadas a ciertos sectores y con niveles de confiabilidad variable. Las observaciones meteorológicas también tienen rangos de representatividad acotados a determinadas áreas, los caminos solo pueden ser transitados a pie en muchas de sus secciones, la pista aérea tiene una capacidad de “carga” o tonelaje para cierto tipo de aeronaves, la iluminación de la misma es prácticamente nula.
El fatídico accidente aéreo ocurrido en el Archipiélago de Juan Fernandez a principios de septiembre pasado -con la muerte de 21 personas, entre ellos destacados personajes de la sociedad nacional-, es una señal de esta situación en que las comunicaciones están limitadas a ciertos sectores y con niveles de confiabilidad variable.
En fin, un sinnúmero de condiciones que vistas desde el prisma de una ciudad como Santiago, con una impresionante dotación de servicios de altísima calidad, una variedad de recursos tecnológicos notables y una enorme cantidad de población, resultan prácticamente incomprensibles y poco razonables, pero debo señalar que lo que posee hoy la Isla de Robinson Crusoe es infinitamente superior a lo que tenía hace 15 años y muy superior a lo que poseen un sinnúmero de localidades de Chile, pudiendo mencionar pistas aéreas como la de Villa O´Higgins o Tortel en Aysén, que aún tienen muchos elementos que deben mejorar.
Esta situación no es única ni propia de nuestro país. Es una amplia realidad en América Latina, donde los territorios con baja ocupación se suceden uno tras otro. Con países en desarrollo donde se debe priorizar con mucho cuidado la inversión, sin duda que las condiciones de los servicios de uso público en los ámbitos mencionados tienen mucho espacio para ser mejorados. En este sentido, no debemos extrañarnos cuando acontecimientos no deseados nos recuerdan que existen territorios y personas que viven en ellos bajo condiciones que parecen muy lejanas de aquellas que encontramos en las grandes capitales o las concentraciones urbanas propias del desarrollo actual.
De aquí se deprenden algunas preguntas que parecen importantes en relación a la posición reactiva que se desarrolla en estos casos, donde generalmente en forma posterior a los sucesos no deseados como inundaciones, maremotos, sismos, accidentes de tránsito, aéreos o marítimos, fallas sistémicas o total ausencia de comunicaciones, se invierte en la mejora de la infraestructura, la implementación de planes y regulaciones pertinentes o bien se crean los programas educativos adecuados para la población que habita esos territorios. Es así como no es banal pensar que tal vez los criterios de rentabilidad social, con una fuerte base económica actualmente, podrían incorporar elementos más “sociales”, de manera que se reflejara mejor la condición de aislamiento de esas áreas y la población que las ocupa, ¿no debieran existir programas de educación con variabilidad geográfica, tal vez?
En fin, la invitación es a pensar que los territorios no son todos iguales y que aún queda mucho país por equipar adecuadamente, de manera que toda la población pueda acceder a los beneficios del crecimiento y lleguemos a ser un país íntegramente desarrollado.