En su reporte de 2020 titulado “La Democracia bajo Confinamiento”, Freedom House concluía que “Desde que el brote de coronavirus comenzó, el estatus de la democracia y los derechos humanos se ha deteriorado en 80 países”: eso implica alrededor del 40% de los países del mundo. Pero, según el Centre for Systemic Peace (conocido por sus siglas como CSP), ello no había propiciado hasta 2020 un incremento en el número de golpes de Estado. Según esa entidad, mientras en 1980 hubo 19 golpes (en promedio, uno cada 19 días), en 2020 transcurrieron 230 días antes de que el mundo padeciera su primer golpe de Estado.
Pero el reciente golpe en Sudán es un mal presagio por otra razón: de tener éxito, se trataría del quinto gobierno derrocado por un golpe de Estado en 2021. Para poner esa cifra en perspectiva, entre 2015 y 2020 sólo hubo tres golpes de Estado exitosos a nivel mundial. El presidente de facto surgido del golpe prometió elecciones democráticas en 2023, pero existen razones para dudar de esa promesa. En primer lugar, el gobierno militar será quien nombre tanto la comisión que proponga reformas constitucionales como las nuevas autoridades judiciales y electorales. De otro, el golpe se explica por los intentos de la autoridad civil tanto de restringir las prerrogativas de las fuerzas armadas (por ejemplo, su control de un conglomerado empresarial), como de establecer su responsabilidad por crímenes cometidos en el pasado. Es decir, la principal motivación del golpe fue, precisamente, evitar un escrutinio independiente bajo un gobierno civil.
Existe además otra razón para temer que la transición democrática ofrecida jamás se materialice: según un reporte del CSP, mientras en los 60 un 26% de los golpes en el mundo provocaban un incremento del autoritarismo, la violencia o la inestabilidad política, en 2010 un 50% de los golpes de Estado provocaron esas consecuencias. Es decir, no sólo se vienen produciendo más golpes que en el pasado inmediato, sino que además estos tienen consecuencias más graves para los países que los padecen.
Tal vez se pregunte qué tiene eso que ver con América Latina. A fin de cuentas, cuatro de los cinco golpes en 2021 tuvieron lugar en el África, y el restante ocurrió en el Asia central. Pero recuerde dos cosas. Primero, sea por protestas sociales (en Colombia o Chile), vacancias presidenciales (en Perú), o el derrocamiento inconstitucional de un presidente que, a su vez, buscaba inconstitucionalmente la reelección (en Bolivia), la inestabilidad política regional viene in crescendo. En segundo lugar, desde su independencia en 1956, Sudán padeció 16 asonadas golpistas. Sería el mayor número de intentos de golpe de Estado en el mundo desde ese año, si no fuera por otros dos casos: Bolivia y Argentina (en ese orden).
Finalmente, hay otras dos lecciones del golpe en Sudán. Primero, como suele advertir la literatura sobre transiciones democráticas, la unidad de las fuerzas que se oponen al autoritarismo es crucial para evitar que este prevalezca: esa unidad existió durante el proceso que derrocó al dictador Omar Al Bashir (a través de las Fuerzas de la Libertad y el Cambio), pero, como advirtiera ominosamente el Premier derrocado, se quebró durante el proceso de transición. La segunda advertencia deriva de que el golpe se produjo sólo un día después de que el gobierno de transición se reuniera con el enviado especial estadounidense. Las razones por la que los golpistas habrían ignorado sus advertencias suscitan reminiscencias de la Guerra Fría. De un lado, creerían que pueden sortear las sanciones estadounidenses con el concurso de potencias rivales (antes la Unión Soviética, hoy China o incluso las monarquías del Golfo Pérsico). De otro, tal vez crean que amenazas globales (antes el comunismo, hoy el yihadismo), terminarán pesando más en las decisiones de Estados Unidos que la democracia o los derechos humanos.