En materia comercial, la estrategia negociadora de la Administración Trump partía de una premisa elemental: con prescindencia de cómo se mida el poder, los Estados Unidos son el país más poderoso del mundo. Por eso podrían prevalecer en cualquier negociación bilateral o que involucre a países que no estén entre las principales economías del mundo (como Canadá y México en el acuerdo comercial de Norteamérica). Ese poder negociador tendería a declinar mientras mayor sea el número de grandes economías involucradas en una negociación, como aquellas que se realizan dentro de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Aunque esa premisa es verdadera, ignora el hecho de que no toda negociación relevante en el plano comercial se restringe al ámbito bilateral o al de negociaciones con economías relativamente menores. Por eso es que, cuando a inicios de siglo la Ronda de Doha dentro de la OMC llegó a un impasse, Estados Unidos buscó acuerdos de diversa índole que adoptasen el tipo de reglas que, como las de propiedad intelectual, no conseguía aprobar en las negociaciones a nivel global. Entre ellos el Acuerdo Transpacífico o TPP, por sus siglas en inglés (en cuya negociación participó el Perú). En mayo de 2016 Barak Obama hizo explícita la razón por la cual buscaba ese tipo de acuerdos: “El TPP asegura que sea Estados Unidos, y no China, quien lidere el camino en el comercio global”.

Pero a cambio de que los socios en el TPP acepten el tipo de reglas que los Estados Unidos buscaban aprobar a nivel global, este país hizo algunas concesiones. Por ejemplo, permitir el ingreso a su mercado de productos industriales provenientes de grandes economías, como la japonesa. Esa fue la razón por la cual la Administración Trump retiró a su país del TPP. Siendo cierto que, a nivel bilateral, Estados Unidos podía obtener de esos mismos países condiciones más favorables que las que obtuvo a través del TPP, ello ignoraba el hecho de que acuerdos como ese pretendían tener consecuencias para el comercio internacional más allá de la cuenca del Pacífico.   

Ese es el contexto en el que hay que entender el acuerdo denominado Asociación Económica Integral Regional (o RCEP, por sus siglas en inglés). El mismo incluye a 15 países, la mayoría de los cuales habrían sido parte del TPP si este se hubiera adoptado. El punto clave es que, además, incluye a China, país que no era parte del TPP. Aunque involucra cerca de un 30% de la economía mundial, el propósito fundamental del RCEP no es el de abrir nuevos mercados, dado que el 83% del comercio dentro de él ya está cubierto por otros acuerdos entre sus integrantes. Lo novedoso del RCEP es que estandariza reglas de diversa índole (como las de origen, inversión, servicios o derechos de propiedad intelectual), en términos favorables a los intereses de China (cuya economía es más grande que la suma de todas las demás economías involucradas). O, en otras palabras, a través del RCEP esos países habrían aceptado reglas de juego diferentes a las que ya habían aceptado al negociar el TPP cuando Estados Unidos decidió abandonarlo.

La Administración Trump no sólo ignoró la dimensión estratégica de su conducta internacional en el ámbito comercial: hizo lo mismo en el ámbito de sus alianzas de seguridad (por ejemplo, cuando declaró que la OTAN era una entidad obsoleta). Ámbitos que, por lo demás, tienden a interactuar: precisamente porque no estaba dispuesto a hacerles concesiones, no buscó sumar a sus propios aliados en una estrategia común para negociar con China (país respecto al cual los Estados Unidos y sus principales aliados comparten, por ejemplo, una agenda comercial).

Aunque la Administración Biden seguirá definiendo a China como un rival, es probable que busque involucrar a sus principales aliados en una estrategia de negociación común frente a ese país.