Con la candidatura de Rafael López-Aliaga Perú se ha convertido en uno más entre los países de la región que vieron surgir una derecha radical con una posición expectante en el plano electoral (para una definición de la expresión “derecha radical” puede remitirse a mi libro “El Eterno Retorno, la derecha radical en el mundo contemporáneo”). Aunque podría pensarse que se trata de la expresión regional de un fenómeno mundial (ese crecimiento se produjo en Europa y los Estados Unidos antes que en América Latina), existen algunas circunstancias que distinguen al caso latinoamericano.

 La primera circunstancia que distingue el crecimiento electoral de la derecha radical en América Latina es el contexto político. En Europa ese crecimiento se produjo cuando la izquierda tradicional (la socialdemocracia) había iniciado un pronunciado declive electoral. En Francia, por ejemplo, el rival de la derecha radical en las dos ocasiones en las que llegó a la segunda vuelta en una elección presidencial fueron o bien la derecha tradicional (Agrupación por la República, que en 2002 postuló a Jacques Chirac) o bien una renovada derecha liberal (La República en Marcha, que en 2017 postuló a Emmanuel Macron). Aunque creciente, en los Estados Unidos la socialdemocracia era una facción minoritaria dentro del partido demócrata cuando Donald Trump ganó la presidencia.

 En nuestra región, en cambio, el crecimiento de la derecha radical se produce después del mayor auge electoral de la izquierda en toda la historia de América Latina. Tal vez ello contribuya a explicar otra diferencia importante. Mientras, sin necesidad de coordinar esfuerzos, radicales de derecha e izquierda coincidieron en forma espontánea en favor del “Brexit” en el Reino Unido o del movimiento de los “Chalecos Amarillos” en Francia, la derecha radical latinoamericana define a la izquierda, en general, y a lo que denomina “marxismo cultural”, en particular, como enemigos existenciales con los que no cabe transacción alguna.

 Una segunda diferencia entre el contexto político en el que crece parte de la derecha radical europea y aquel en el que lo hace su par latinoamericano (pero también el estadounidense), tiene que ver con el reto que una cierta liberalización de los valores sociales plantea a sus valores conservadores. En Sudamérica, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo ha sido reconocido legalmente en Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador y Uruguay. A diferencia de la derecha radical del norte de Europa (dentro de la cual existen dirigentes homosexuales), las de América Latina y los Estados Unidos derivan de sus valores conservadores el núcleo de una agenda política no negociable (centrada en la oposición al aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el enfoque de género).

 Esa agenda política orienta el voto de sus seguidores (en particular los de religión evangélica), incluso cuando esta no es el tema sometido a votación. Por ejemplo, en 2016 ese voto habría sido decisivo para derrotar en un referendo el acuerdo de paz suscrito por el gobierno colombiano con las FARC. Algunos dirigentes de la comunidad evangélica hicieron explícito que la razón por la que llamaban a votar en contra el acuerdo eran párrafos del mismo según los cuales, por ejemplo, su implementación debía permitir “que hombres, mujeres, homosexuales, heterosexuales y personas con identidad diversa, participen y se beneficien en igualdad de condiciones”.  Es decir, lo sustancial del acuerdo pasó a un segundo plano frente a aquella parte del mismo que vulneraba la agenda política con base en la cual sectores de la derecha radical decidieron su voto.

 El caso del acuerdo de paz suscrito entre el gobierno colombiano y las FARC nos recuerda otra diferencia de contexto entre el crecimiento de la derecha radical en América Latina, de un lado, y el de sus pares europeo o estadounidense, de otro: la violencia delincuencial y política. De un lado, América Latina tiene las mayores tasas de homicidios en el mundo (lo cual explica el recurso a la metáfora de la “mano dura” dentro del discurso conservador, desde Antonio Saca en El Salvador de hace quince años hasta Keiko Fujimori en Perú de hoy). De otro, si bien la región ha padecido pocas guerras inter-estatales, tuvo en décadas recientes altos niveles de violencia política dentro de algunos Estados. Y la gran mayoría de los grupos irregulares armados que participaron de ella fueron de izquierda. A su vez, entre estos existe una diferencia significativa entre aquellos que se levantaron en armas contra regímenes dictatoriales con relativo respeto a las normas del derecho internacional humanitario (como el FMLN salvadoreño o el FSLN nicaragüense), y aquellos que lo hicieron contra gobiernos electos y apelando al terrorismo como medio de acción y al crimen organizado como fuente de financiamiento (como las FARC o Sendero Luminoso): si nada polariza tanto a una sociedad como la guerra, dentro de esta nada polariza más que el terrorismo.

Eso podría contribuir a explicar por qué Colombia y Perú no tuvieron un crecimiento electoral de la izquierda comparable al de la mayoría de países sudamericanos: aunque de manera injustificada (según la Comisión de la Verdad, después del APRA, la fuerza política que más militantes perdió a manos del terrorismo en el Perú fue Izquierda Unida), sectores conservadores en esos países tendieron a asociar a la izquierda legal con los grupos terroristas de izquierda (o incluso a sectores liberales, como cuando López-Aliaga acusa al presidente Francisco Sagasti de ser un simpatizante del terrorismo).   

 Dentro de esa línea de argumentación, existe un último factor que también contribuye a explicar por qué la derecha radical peruana es incapaz de percibir matices (actitud propia de un discurso político que propicia la polarización, es decir, la división de la sociedad en bandos irreconciliables): ese factor es el trauma histórico que representó para estratos altos y medios de la sociedad (base fundamental de la candidatura de López-Aliaga), la experiencia de la dictadura militar presidida por el general Velasco. Ese trauma, a su vez, tuvo dos fuentes: de un lado, como manifestara el propio Velasco, hasta su régimen las fuerzas armadas habían sido el garante del orden establecido, sea impidiendo al APRA auroral llegar al gobierno, sea combatiendo a las guerrillas de izquierda en los años sesenta. De pronto, sin embargo, las fuerzas armadas se convirtieron en parte de un proyecto que se autodefinía como socialista y revolucionario: el último bastión en la defensa del orden establecido se había convertido en un enemigo sumamente poderoso.

De otro lado, el régimen de Velasco expropió o confiscó propiedades a grandes grupos de interés privados, tanto nacionales como extranjeros, y tanto industriales como agropecuarios. Es decir, Velasco cuestionó un baluarte fundamental de toda cosmovisión conservadora: la defensa a ultranza de la propiedad privada (la defensa liberal de la propiedad privada la sitúa dentro una economía de mercado en la cual los rigores de la competencia pueden conducir a su quiebra, la defensa conservadora de la propiedad privada, en cambio, tiende a percibirla como un valor absoluto). Ese sería, a su vez, uno de los factores detrás de su temor francamente irracional a la intervención del Estado en la economía incluso en tiempos de pandemia (algo que, por lo demás, es perfectamente normal en democracias capitalistas con gobiernos conservadores, como el de Johnson en el Reino Unido o el de Trump en los Estados Unidos, los cuales obligaron a empresas privadas a construir para el Estado respiradores mecánicos en cantidades, plazos y precios establecidos por este último).