William H. McNeill, autor del famoso libro Plagas y Pueblos, comienza su texto contando que se interesó en ese tema al leer sobre como un pueblo guerrero tan preparado y numeroso como los aztecas se sometió con tanta facilidad ante una pequeña runfla de vividores que comandaba Hernán Cortés. La respuesta es simple: las enfermedades infecciosas los diezmaron.

Las plagas y las infecciones han acompañado a la humanidad desde siempre. Tucídides describe el impacto de una virulenta plaga sobre Atenas en la mitad de la guerra del Peloponeso como “la catástrofe fue tan devastadora que el hombre, no sabiendo que vendría después, acabó siendo indiferente al reino de la religión y la ley.” En la oración fúnebre de Pericles, el famoso político enaltece la actitud de los atenienses ante la crisis, a pesar de que Esparta acabó ganando la guerra e imponiendo un régimen dictatorial. Sin embargo, visto en retrospectiva, la democracia ateniense sobrevivió y legó al mundo lo que Churchill acabó denominando como “el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás.”

Según un estudio de JosiahObery Federica Carugati,* la democracia ateniense persistió –y, a la larga, derrotó a Esparta– a pesar de las guerras y las plagas que duraron años, porque la solidez interna de su sociedad así lo facilitó. Saliendo de la epidemia, la gente resultó muy intolerante de las malas políticas y decisiones gubernamentales y más exigente sobre sus gobernantes.

La gran pregunta para México es si la democracia saldrá fortalecida o si continuará languideciendo (o peor). La respuesta depende de tres factores: primero, de las fortalezas y debilidades que la caracterizan; segundo, de la calidad del liderazgo; y, tercero, de la forma en que la ciudadanía aprenda de esta crisis, qué lecciones derive y cómo decida organizarse.

La naturaleza de nuestra democracia es bien conocida. Hace unos 18  años, en una ceremonia oficial, un reportero les preguntó a los líderes de los principales partidos políticos si México era una democracia. Las respuestas fueron reveladoras: el entonces presidente del PRI afirmó que México siempre había sido una democracia; el del PAN dijo que México era una democracia desde 2000; y el del PRD respondió que México todavía no había alcanzado la democracia. Es decir, lo democrático depende de que un partido gane las elecciones, no de que exista una forma de democrática de elegir y gobernar, lo que incluiría cosas como: pesos y contrapesos, equilibrio entre los tres poderes públicos, libertad de expresión, un poder judicial efectivo e independiente, una prensa independiente del gobierno y un respeto irrestricto a los derechos ciudadanos.

Medido con estos criterios, es claro que la democracia mexicana es más bien enclenque, lo que se ha demostrado por la facilidad con que el presidente y su partido han tomado control de todas las instancias de gobierno, incluyendo aquellas que teóricamente serían clave como contrapesos. En una palabra, el punto de partida no es encomiable.

Por lo que toca a la calidad del liderazgo, el panorama es elocuente. Tenemos un presidente que, por no tener asociación alguna con las decisiones de las pasadas décadas que él tanto reprueba, contaría con los elementos y la legitimidad para llevar a cabo las reformas que México efectivamente requiere. Sin embargo, su estrategia y, de hecho, sus instintos más básicos, le llevan a lo opuesto: a confrontar, descalificar, atacar y marchar hacia atrás. En lugar de construir, desmantela y en vez de sumar, resta. No hay mucho que se pueda esperar del liderazgo actual, pero una pregunta clave es qué clase de liderazgo alternativo pudiera emerger para el futuro, comenzando con las elecciones intermedias del año próximo. El crédito que anunció el sector privado para empresas pequeñas es un gran comienzo.

Al final del día, lo crucial radica en la ciudadanía, esa que ha sido sometida, controlada y vapuleada desde hace casi un siglo. Toda la estructura partidista e institucional fue construida para el control y nada –incluyendo la libertad de expresión y la alternancia de partidos en el gobierno– la ha erosionado mayormente.

Eso ha producido un fenómeno peculiar, que ilustró un estudio sobre la justicia en América Latina de hace un par de décadas: al comparar los factores que incidían en la justicia entre las diversas naciones de la región, los investigadores brasileños encontraron que México seguía pautas muy distintas. Resultó que había mayores semejanzas entre México y algunas naciones excomunistas, no en términos ideológicos, sino en la forma en que el sistema de partido dominante y controlador había disminuido a la ciudadanía.

Una generación después, hay innumerables esfuerzos organizativos, muchos de ellos muy innovadores, por parte de la ciudadanía, pero persisten muchas de las formas políticas ancestrales, comenzando por toda la estructura del partido gobernante.

George Bernard Shaw, el dramaturgo inglés, decía que “las personas razonables se adaptan al mundo, en tanto que las que no lo son tratan de adaptar al mundo a sí mismas; por lo tanto, el progreso depende de las personas que no son razonables.” Me temo que ahí nos encontramos, al menos por ahora.

*The Economist, Marzo 28, 2020