El discurso, lenguaje corporal y tono son cada vez más intolerantes y reveladores de una creciente desesperación. La radicalización verbal fue en ascenso a lo largo de todo este año, culminando con ataques indiscriminados contra instituciones educativas, periodistas e individuos, muchos de los cuales, paradójicamente, habían sido bastiones y hasta promotores del propio presidente y ciertamente de sus causas. El cambio en su semblante respecto al inicio del gobierno es patente y, sin embargo, nada de eso ha alterado la devoción que le dispensa su base electoral.
Los especialistas en encuestas se desviven por explicar el fenómeno de la elevada popularidad con tan patéticos resultados y, especialmente, la distancia entre la calificación que recibe su gobierno respecto a la suya propia. En palabras de Francisco Abundis, “la percepción de la economía, la variable a considerar por antonomasia en la aprobación presidencial, parece no ser un indicador determinante. Parece ser que la población atiende otros indicadores como programas sociales… El fenómeno es muy parecido al que se observó con el expresidente Fox. Cuando simpatizantes del mandatario son cuestionados sobre los errores de la administración, la respuesta frecuentemente es responsabilizar a su equipo o los que están alrededor de él, pero nunca al presidente”*.
En su “informe” de tres años el pasado primero de diciembre, el presidente exhibió lo que podría ser una nueva estrategia para el remanente del sexenio: si lo que le importa a su base (y a su popularidad) no son los resultados tangibles medidos por medio de indicadores tradicionales (como crecimiento, empleo, seguridad, etc.), entonces lo que procede es la promoción personal, que es exactamente lo que fue el contenido de esa masiva convocatoria en el zócalo capitalino. Es decir, la lógica presidencial parece estar cambiando hacia la consagración no del proyecto sino de la persona como un mito.
La respuesta de quienes estaban presentes en aquel acto masivo, así como las cifras de popularidad, sugieren que no es una mala apuesta. Las mediciones tradicionales parecen no aplicarse a este presidente porque ha logrado ser identificado como el promotor de ciertas causas y encarnación de resentimientos acumulados que trascienden la demanda por los usuales satisfactores materiales o tangibles. La base electoral no le exige esos resultados porque su devoción tiene una explicación más religiosa, fundamentada en la fe, que racional. En una palabra, se trata de un fenómeno distinto que debe ser categorizado en sus propios términos.
En la historia del mundo hay muchos más líderes que aspiraron a convertirse en figuras míticas que aquellas que lo logran. Algunos se convirtieron en mitos por razones equivocadas (como el asesinato de Kennedy), otros por haber transformado a sus sociedades, igual para bien que para mal, como Mandela, Mao o Stalin. El excesivo poder que les confiere nuestro sistema político a los presidentes mexicanos con frecuencia les hace creer que pueden ser líderes transformadores que van a resolver, con o sin un proyecto idóneo, todos los problemas del país en menos de un sexenio. Muchos lo intentaron y prácticamente todos ellos acabaron en el basurero de la historia, cuando no peor.
Hace un par de décadas Thomas Frank* argumentó que la gente vota contra sus intereses: la gente privilegia valores sobre intereses y se asocia con líderes que promueven causas que no son materiales, inmediatas o necesariamente “racionales.” En el caso específico, el electorado de regiones como Kansas prefiere votar por candidatos que rechazan el aborto y favorecen la disponibilidad de armas para uso personal por encima de promotores de desarrollo económico, educación, mejores empleos y otras medidas tradicionales.
El punto es que no todas las preferencias electorales o políticas se pueden codificar, o incluso comprender, con categorías tradicionales de análisis. Los líderes que son efectivos emplean mitos para avanzar sus proyectos y muchas veces logran el apego de la población no por sus proyectos sino por factores que parecerían “irracionales” bajo medidas convencionales. Fidel Castro se convirtió en una figura mítica a pesar de haber empobrecido y mantenido oprimida a su población por más de medio siglo. Xi Jinping gobierna una nación extremadamente exitosa y, sin embargo, recurre a Mao, otro líder mítico que oprimió a su ciudadanía, como fuente de sustento ideológico.
En contraste con aquellas naciones (y muchas más), el momento de AMLO no es propicio para la consagración de una figura mítica. El acceso a la información y lo ingente de las expectativas de la población que esa información permite crea un punto de comparación que hace muy difícil preservar la coherencia entre malos resultados y un discurso grandilocuente. Lo certero es que vienen tres años de autopromoción irredenta. Eso quizá consagre el mito. Pero, como sugiere la evaluación de Abundis citada al inicio, también le puede ocurrir como a Fox, en quien se cimbraron extraordinarias expectativas y esperanzas que, al no materializarse, tuvieron el efecto de desmitificar drásticamente a la figura, hasta convertirla en lo opuesto a un mito: una ficción, un sofisma o, simplemente, un fracaso.
*Milenio, diciembre 1, 2021, **What’s de Matter With Kansas