La crisis que sacude al mundo ha dejado al desnudo la inexistencia de una gobernanza global. La dimensión más evidente es la sanitaria. La Organización Mundial de la Salud (OMS) no es propiamente una autoridad. Sus orientaciones son recomendaciones que pueden o no ser cumplidas y en la crisis actual han sido expresamente controvertidas ni más ni menos que por Estados Unidos, la primera potencia mundial. Descontenta por su forma de enfrentar la pandemia, la Administración Trump ha amenazado incluso con dejar de contribuir a su financiamiento bajo la grave acusación de trato parcial respecto de China.

Otro tanto ocurre en el ámbito económico. A medida en que fue avanzando el proceso de globalización, las instituciones creadas en virtud de los acuerdos de Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), fueron perdiendo importancia. Por la vía de los hechos se fue imponiendo una globalización sin reglas o si se quiere, una globalización dominada por la lógica de las finanzas y las reglas que le son propias.

La crisis subprime de 2008 mostró los límites de esta globalización. Subordinada a la dinámica financiera de generación de dinero sin respaldo en la creación de valor, la economía mundial se precipitó a una crisis profunda. Era el momento para sacar las lecciones pertinentes sobre la ausencia de mecanismos de contención de las finanzas y de regulación global de la economía. Surgieron en esos años diversas iniciativas destinadas a terminar con los paraísos fiscales o a definir mecanismos más adecuados para enfrentar las crisis de sobre endeudamiento. Al final esas iniciativas se fueron diluyendo y la economía mundial continuó desarrollándose sin dotarse de un modo de regulación consistente.

Es en esta situación que el mundo debe enfrentar la crisis actual que, a diferencia de las anteriores, es producida por un virus que por sus efectos y las medidas sanitarias a la cuales obliga, termina generando simultáneamente una crisis de oferta y de demanda. A estas alturas la magnitud de la crisis ya no se compara con la de 2008 sino que su referente más próximo es la Gran Depresión de 1929.

A diferencia de lo que ocurrió en esa ocasión, los gobiernos al menos de los países más desarrollados están más equipados para tratar de evitar que la recesión derive en depresión prolongada. En la actualidad no se han manifestado dudas respecto de la importancia fundamental de poner en práctica intervenciones públicas masivas destinadas a limitar la brecha de ingresos de las personas y a preservar todo lo que se pueda el tejido productivo. Así, se estima que sumadas las intervenciones recientes de los gobiernos y de los bancos centrales alcanzan a cifras cercanas a los US$ 10 trillones.

No obstante la hegemonía que hasta ahora ha ejercido el pensamiento neoliberal, todos parecen haberse vueltos keynesianos. En efecto, las políticas fiscales, duramente reprimidas en el periodo anterior, han vuelto a ocupar el centro de la escena. “Hacer todo lo necesario”, “no fijarse en gastos” han sido las máximas que han promovido a los gobiernos de los principales países.

El fordismo primero, la revolución keynesiana después, fueron la base teórica que dio lugar al surgimiento de un modo de regulación que hizo posible una expansión notable de las economías centrales que protagonizaron el gran ciclo de auge que se conoció como los “treinta gloriosos”. El fordismo, para ir rápido, se puede resumir en la idea de que los trabajadores no son solo fuerza de trabajo que representa un costo sino que un componente clave de la demanda. Por su parte Keynes demostró que el pleno empleo no se puede alcanzar sin mecanismos que estimulen la demanda agregada más allá de lo que lo puedan hacer los mecanismos de mercado. De ahí la importancia de las intervenciones públicas masivas.

Este modo de regulación funcionó bien sobre base nacional en las economías centrales. Cuando las empresas deslocalizan sus producciones y dejan de producir preferentemente para el mercado interno se rompe la coherencia que aseguraba el fordismo. La búsqueda de la mano de obra barata disocia la oferta de la demanda. A diferencia de los trabajadores de las economías centrales, los trabajadores de las economías periféricas no compran los autos que producen. El keynesianismo fue perdiendo relevancia al mismo tiempo que perdían importancia los espacios nacionales. La regulación keynesiana de la demanda agregada se podía aplicar mediante estados fuertes al interior de las fronteras nacionales. La globalización marcó la declinación de las ideas keynesianas y abrió paso a la corriente neoliberal que con matices y en grados diversos se fue transformando en una suerte de pensamiento único hegemónico a escala mundial.

El retorno de las ideas keynesianas no ha obedecido a una revisión teórica acuciosa. Ha sido más bien la respuesta intuitiva y desordenada que han avanzado los gobiernos de las principales economías comenzando por Estados Unidos. En muchos países se entienden estas intervenciones como medidas ocasionales para enfrentar la emergencia, luego de la cual tendrán nuevamente espacio las teorías del rigor y del Estado mínimo. Es cierto, por la profundidad de su proceso de integración, los países de la  Unión  Europea que son parte de la Zona Euro están sujetos a una autoridad monetaria que a través del Banco Central Europeo  pone en juego mecanismos supranacionales. Sin embargo, al mantenerse las políticas fiscales en el ámbito nacional y negarse países como Alemania y Holanda a la mutualización de las deudas reclamada por los países del sur como Italia, España y Francia, el modo de regulación que de allí surge es todavía muy imperfecto y de alcance parcial.

La discusión sobre una gobernanza global remite a una discusión sobre paradigmas teóricos. Las preguntas que cabe formularse son las siguientes: ¿Por qué no hacer de las ideas keynesianas que hicieron posible el gran auge económico de la posguerra y que son las más adecuadas para enfrentar situaciones de crisis el sustento teórico de una nueva arquitectura financiera internacional? ¿Por qué no transformar en globales los mecanismos que tan bien funcionaron sobre bases nacionales? En definitiva, se trataría de poner en práctica algo así como un keynesianismo global.

Una discusión de este tipo estuvo planteada al finalizar la Segunda Guerra Mundial. En los debates que condujeron a los Acuerdos de Bretton Woods se enfrentaron dos posiciones: una sustentada por Harry Dexter White, la otra por John Maynard Keynes. La propuesta de este último tiene gran actualidad: crear una moneda mundial, el Bancor, junto con una Unión de Compensación Internacional como manera de evitar las guerras comerciales y las guerras de monedas. La propuesta de Keynes no fue derrotada intelectualmente. Se impuso la de White basada en el predominio del dólar por la fuerza con que irrumpió Estados Unidos como potencia hegemónica. La institucionalidad que surgió de los Acuerdos de Bretton Woods no estuvo tampoco a la altura para de asegurar la regulación de la economía mundial y colapsaría a medidos de los 70 con la suspensión definitiva de la convertibilidad del dólar a oro.

El regreso de las ideas keynesianas con ocasión de la pandemia genera  una oportunidad para la revancha de Keynes. Se requiere una nueva arquitectura financiera internacional que haga posible una racionalidad superior. Debieran retomarse, en el nuevo contexto, las arduas discusiones sobre un Nuevo Orden Económico Internacional que dieron lugar en la segunda mitad de los 70 y primera de los 80 a una vasta literatura. El Informe Brandt, “Un programa para la supervivencia”, ofrece una buena síntesis de las ideas que surgieron de ese debate que finalmente no prosperó.

El momento es propicio porque la crisis ha dejado en evidencia los graves trastornos que provoca la ausencia de una gobernanza global. Como ha ocurrido en otros momentos trascendentes de la historia, superada la emergencia, se abrirá un enorme debate sobre las lecciones que corresponde sacar y las maneras de avanzar hacia un mundo mejor. Las posiciones conservadoras bregarán por restablecer el viejo orden. El resultado de esta confrontación dependerá de muchos factores, entre los cuales uno muy fundamental: la capacidad de las fuerzas progresistas para construir un proyecto que conduzca a una racionalidad superior.

En lo inmediato, la situación es todavía muy crítica. Estamos todavía en medio de una pandemia que desde Asia se desplazó a Europa y tiene en la actualidad su epicentro en el continente americano. Estados Unidos resultó siendo el país más afectado. La primera potencia es gobernada en la actualidad por una administración que ha atacado con violencia al multilateralismo justo cuando su profundización es más necesaria que nunca. De la administración Trump no es posible esperar nada salvo una agudización de los conflictos hoy días abiertos. Entre ellos, la pugna entre Estados Unidos y China por la hegemonía global momento se libra, por el momento, principalmente en el terreno comercial y tecnológico.

La elección presidencial de noviembre próximo en Estados Unidos puede crear una situación más favorable. Si bien un eventual gobierno demócrata no cancelará la disputa hegemónica con China, puede ser mucho más favorable al reimpulso del multilateralismo y a una discusión abierta sobre la gobernanza global. En este plano puede haber un punto de convergencia con China, que busca consolidar una posición de privilegio en el mundo sin por ello aspirar a la condición de potencia hegemónica única.

Por el momento, la cuestión más urgente es la generación de acuerdos que permitan fortalecer a la OMS y garantizar un acceso fluido y equitativo de todos los países a los insumos médicos y en especial a las vacunas. La carrera en la que están embarcados países y empresas debe ser regulada de manera que los avances que se logren sean objeto de un acceso fluido y equitativo de todos quienes más los necesiten. La búsqueda de rentabilizar las inversiones realizadas en el plano de la investigación debe ser subordinada a la necesidad de hacer de la salud un bien público global.

Los escenarios de salida a la crisis actual pueden ser muy diversos. Puede haber una salida virtuosa con una revalorización de lo público, la solidaridad y la cooperación internacional. Pero, es posible imaginar también un escenario regresivo en el cual se fortalezcan el nacionalismo, la xenofobia y el autoritarismo. Lo que se puede afirmar con certeza es que habrá una disputa ardua de cuyo resultado dependerá la configuración del mundo durante las próximas décadas. Una globalización fragmentada o una gobernanza global pueden emerger según que las tendencias apunten hacia uno u otro escenario.

A lo largo de la historia luego de situaciones críticas, la humanidad ha sido capaz de sacar lecciones de esos episodios y generar nuevos progresos. Así ocurrió luego de la Primera Guerra Mundial y la “gripe española” con la creación de los sistemas de previsión social y los servicios públicos de salud. Fue también lo qué ocurrió luego de la Gran Depresión con el “New Deal” que permitió sacar a Estados Unidos de la depresión y abrir paso a décadas de gran prosperidad. Y fue también lo que ocurrió luego de la Segunda Guerra Mundial con la creación por primera vez en la historia de un Sistema Monetario Internacional y la reconstrucción europea. Ha pasado ya casi medio siglo desde el colapso de los Acuerdos de Bretton Woods. No es iluso pensar que luego de la presente crisis se pueda abrir espacio a la construcción de una nueva arquitectura capaz de asegurar una verdadera gobernanza económica global.

 

Texto parte de su Intervención en el "Encuentro Internacional virtual de progresistas de América y Europa: El día después de mañana", organizado por la Fundación de Estudios Políticos, Económicos y Sociales Progresistas de México.