En 2018 los Estados Unidos abandonaron el acuerdo nuclear con Irán, reestableciendo sanciones que tienen un efecto devastador para su población. El canciller iraní declaró entonces que le cree a Trump cuando sostiene que no busca una guerra o un cambio de régimen en Irán, sino un nuevo acuerdo. Añadía sin embargo que sus aliados del “Equipo B” (el premier israelí “Bibi” Netanyahu, el príncipe saudí Bin Salman y el entonces asesor de seguridad, Bolton), sí buscaban esos objetivos. La estrategia iraní desde entonces consistió en propiciar acciones armadas que, tarde o temprano, obligarían a Trump a tomar una decisión de fondo en la controversia, contraria a la posición de esos aliados.

Así, en 2019, entre mayo y junio fueron atacados seis buques petroleros en el Golfo Pérsico, en junio Irán reivindicó el derribo de un avión estadounidense no tripulado, y en septiembre fueron bombardeados en Arabia Saudita un oleoducto y una refinería. La estrategia iraní parecía estar dando resultados, dado que Estados Unidos no dio una respuesta militar a ninguna de esas acciones, en septiembre John Bolton fue destituido del cargo de Asesor de Seguridad Nacional y, según el Primer Ministro iraquí, Adel Abdul Mahdi, el 3 de enero pasado Qasem Soleimani llegaba a Bagdad para brindar la respuesta del gobierno iraní a una propuesta de distensión que el gobierno saudí le había enviado por su intermedio. Ese fue el momento en que Estados Unidos decidió asesinarlo. 

Ni saudíes ni iraníes han confirmado la existencia de esa propuesta, así que cualquier cosa que podamos decir en torno a su influencia sobre la decisión estadounidense sería mera especulación. Lo que sí sabemos con certeza es que el asesinato de Soleimani se produjo poco después de que un ataque de milicias aliadas de Irán contra una base del ejército iraquí causara la muerte de un contratista de seguridad estadounidense. La lógica de la acción de Trump parece haber sido la siguiente: al no haber dado una respuesta militar a las acciones armadas propiciadas por el gobierno iraní, este habría concluido que su par estadounidense no estaba dispuesto a arriesgar una escalada. Tanto porque ello invitaría nuevas acciones armadas como porque Irán debía ser disuadido de realizar acciones que pusieran en riesgo a ciudadanos estadounidenses, la Administración Trump habría concluido que esta vez sí debía responder. Pero, tras no haber respondido en el pasado, decidió escalar al punto de llevar a cabo un ataque que, bajo el derecho internacional, podría calificar como una declaración de guerra.

A su vez, la respuesta iraní (lanzar misiles contra una base iraquí en la que había ciudadanos estadounidenses, pero advirtiéndolo de antemano para que pudiera ser evacuada), tendría como lógica enviar el siguiente mensaje a los Estados Unidos: aunque en esta ocasión no los tuvimos como blanco, dado que sus fuerzas armadas no pudieron interceptar ninguno de nuestros misiles y todos ellos impactaron en el blanco designado, sepan que nuestra capacidad de respuesta es mayor a lo que suponían.

Si la inacción inicial de los Estados Unidos propició nuevas acciones armadas, la proeza militar de la Guardia Revolucionaria iraní se convirtió en un fiasco monumental cuando, como hicieran los Estados Unidos en 1988, confundió un vuelo comercial con un objetivo militar. Las guerras están plagadas de esos errores de cálculo o percepción.

Pero si la inacción inicial de los Estados Unidos propició nuevas acciones armadas, la proeza militar de la Guardia Revolucionaria iraní se convirtió en un fiasco monumental cuando, como hicieran los Estados Unidos en 1988, confundió un vuelo comercial con un objetivo militar. Las guerras están plagadas de esos errores de cálculo o percepción.