La historia de la Hacienda Pública mexicana de los últimos 34 años (desde que comenzaron las operaciones de producción en el súper yacimiento petrolero de Cantarell) asemeja la del cuento popular de la viuda a la que su cónyuge deja sola en la crianza de varios hijos y la administración de una cuantiosa fortuna.
Convencida de que la riqueza durará para siempre, la mujer no baja su nivel de vida ni se preocupa por generar ingresos. Simplemente va vendiendo las propiedades de la familia para mantener el gasto y las apariencias.
Obnubilados por una madre que quiere sustituir la ausencia del padre arrojando dinero a sus hijos, éstos abandonan pronto la escuela e incurren en toda clase de excesos y vicios… pero la fortuna llega un día a su fin y comienza el embargo de todas aquellas posesiones que ya no pueden ser pagadas.
La creencia de que nuestras reservas de petróleo son infinitas -y, peor aún, que los altos precios del crudo a lo largo de la última década se mantendrán sin cambio- ha pospuesto la necesidad, como le ocurrió a aquella viuda del cuento, de encontrar nuevas formas de financiar nuestro desarrollo.
Peor aún, la madre, a la que sólo queda un nombre de abolengo, pierde el respeto de sus hijos, quienes se topan con la dura enseñanza de que si se usa un ingreso no recurrente para financiar el gasto corriente, sólo puede sobrevenir un desastre.
Por más obvia que parezca la moraleja, esa es precisamente la receta que hemos seguido como país desde hace ya casi seis sexenios: creer que nuestra riqueza petrolera es interminable y utilizar irresponsablemente nuestros activos productivos para amortizar la acumulación de pasivos… y para mantener la imagen de que éste es un Estado de orientación social aunque en los hechos ya no lo sea.
Agregue usted la corrupción y la contratación desmedida de deuda pública -a la manera de los vicios y excesos de los hijos en aquel cuento- y se encontrará con la explicación de por qué, aun antes de que se nos acabe el petróleo, ya tenemos serios problemas de financiamiento, como el tema explosivo de los sistemas de pensiones.
Enmarco estas reflexiones en la nueva discusión sobre la reforma fiscal. Los partidos firmantes del Pacto por México nos han dicho que llevarán ante el Congreso una propuesta para transformar la Hacienda Pública durante el segundo semestre de este año.
De entrada, el anuncio debe generar optimismo. La muchas veces pospuesta reforma fiscal (estructural) es absolutamente urgente para comenzar a paliar los incumplimientos del Estado mexicano en materia de infraestructura, salud, justicia y educación, entre otros. Sin embargo, es un anuncio que también debe tomarse con cautela porque incluso en este mar de problemas sobrediagnosticados que es México, los partidos han encontrado la manera de presentar excusas para posponer lo inevitable.
Para mí, el éxito de la reforma fiscal tiene que ver, primero, con la claridad de los objetivos. No irá a ningún lado una propuesta que no esté fincada en el reconocimiento de la realidad y tomar una serie de medidas que afecten tanto ingresos como egresos.
¿Cuál es esa realidad? Uno, que nos hemos acostumbrado a vivir nuestra fortuna petrolera, hábito que se ha acendrado desde que el precio internacional del crudo comenzó a dispararse hace una década (entre 2002 y 2004, su precio promedio anual indexado en el mercado internacional subió 58%, de 29,12 a 45,78 dólares por barril, cosa que no había ocurrido en igual lapso desde que México es potencia petrolera).
El problema es que una buena parte de los recursos que ha generado la venta de esa riqueza ha servido para financiar el gasto corriente y no la inversión.
La creencia de que nuestras reservas de petróleo son infinitas -y, peor aún, que los altos precios del crudo a lo largo de la última década se mantendrán sin cambio- ha pospuesto la necesidad, como le ocurrió a aquella viuda del cuento, de encontrar nuevas formas de financiar nuestro desarrollo.
Dos, que aunque el Estado mexicano ha generado estabilidad macroeconómica -mediante un mayor equilibrio de ingresos y egresos y el aumento de las reservas del Banco de México-, se ha mostrado incapaz, desde hace varios años, de brindar adecuadamente los servicios que requiere la población, especialmente la más desprotegida, e incluso a garantizar muchos derechos de los que habla la Constitución.
¿De qué sirve el Estado si no es para otorgar servicios de calidad, propiciar el crecimiento de la economía, dar protección a las personas y sus bienes y procurar y administrar la justicia? Pues esas cosas básicas ha dejado de hacerlas el Estado mexicano y, en buena medida, esto tiene que ver con la falta de voluntad de la clase política de poner en orden la Hacienda Pública.
Ahora, ¿cómo se le pone en orden? Primero, con la aceptación de todos de que la riqueza petrolera -nuestra principal fuente de financiamiento- no es eterna y no debe servir para cubrir el gasto corriente, sino para invertir en una sustentabilidad que pueda ser gozada y aprovechada por los mexicanos de generaciones por venir.
Segundo, admitir que la falta de crecimiento del país -resultado, en alguna medida, de la dependencia en la riqueza petrolera- ha provocado una inaceptable desigualdad social, y que la necesidad urgente de cerrar esa brecha en el ingreso sólo puede cumplirse si el Estado cuenta con finanzas sanas.
Si bien una parte de la población que paga impuestos tiene la manera de sustituir los malos servicios del Estado -transporte privado, escuela privada, médico privado, etcétera-, hay varios millones de mexicanos empobrecidos que no tienen opción y que son los más golpeados ante situaciones imprevistas, como los desastres naturales o el aumento del precio internacional de los insumos.
Tercero, aceptar que la mayoría de los subsidios generales que existen en México son regresivos y sólo atienden a ese perverso enamoramiento de los políticos mexicanos con sus niveles de popularidad.
Paradójicamente, los partidos políticos que dicen representar a los mexicanos más desfavorecidos son los primeros defensores de esos subsidios, como el de la gasolina, que obliga a la Hacienda Pública a gastar más de 200 mil millones de pesos anuales en importar combustible de lugares tan lejanos como India, a fin de que se mantenga un precio bajo (en comparación con otros países, como Guatemala) que aprovecha mayormente la población más favorecida.
Lo sensato para las finanzas públicas es contar con subsidios focalizados, temporales y medibles, destinados a apoyar a los mexicanos que los requieren, no subsidios generales.
Cuarto, atacar la ineficiencia y la corrupción en el sector público. Evaluar todas las políticas públicas y eliminar todos los programas que sean ineficientes o den lugar a la discrecionalidad, a fin de liberar recursos públicos que puedan destinarse a programas que fomenten la productividad y el crecimiento.
Quinto, terminar con el hábito pernicioso de crear derechos y otorgar servicios que no sean financiables a largo plazo. A nuestros legisladores y, en general, a todos los políticos, les encanta el pase con sombrero ajeno, sobre todo cuando les permite parecer sensibles a las necesidades sociales.
Por ejemplo, es evidente que el pobre crecimiento del empleo en México ha dado al traste con la dotación de servicios de salud y que esto debe ser subsanado de alguna manera. Pero en lugar de fomentar la creación de empleos formales que puedan cotizar en el Seguro Social y garantizar la permanencia del servicio médico y las pensiones, se ha ido engrosando el Seguro Popular sin tener claridad de cómo se pagará en el largo plazo.
Es evidente que México necesita un Sistema Universal de Seguridad Social -y qué bueno que haya sido propuesto por el Presidente de la República y los partidos del Pacto- pero antes que eso México necesita una Hacienda Pública que garantice un buen servicio de salud gratuito, un seguro de vida e invalidez y una pensión para todos los trabajadores.
Otra vez, esto no es algo que pueda ser financiado con ingresos no recurrentes, como el petróleo o la contratación de deuda.
Sexto, en el plano estrictamente del ingreso, tenemos que pensar en emparejar la tasa del impuesto al valor agregado, reducir al mínimo indispensable los regímenes de exenciones y deducciones, incrementar la eficiencia en la recaudación y castigar en serio la evasión.
Si la discusión sobre la reforma fiscal parte de estos principios -que no son descubrimientos míos, sino resultado de innumerables diagnósticos que se han hecho sobre los males de las finanzas públicas en los últimos años-, podremos esperar que no termine sacrificada en el altar de lo superfluo, lo popular o lo políticamente redituable.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.