Difícil imaginar un contraste más impactante en respuesta gubernamental al coronavirus que el evidenciado por el gobierno mexicano frente al estadounidense y, en general, de la mayoría del mundo desarrollado. El presidente se ha negado a contemplar cualquier cosa que sea ajena a la estrategia que se había planteado desde el inicio del sexenio: voy derecho y no me quito.
No tengo duda que es imperativa una respuesta proactiva por parte del gobierno ante el panorama económico que se perfila; sin embargo, no me es evidente que las propuestas que circulan sean idóneas o posibles.
En su esencia, la propuesta genérica consiste en que el gobierno se endeude (más) para apoyar a las empresas que súbitamente perdieron a su clientela y a las personas que quedaron desempleadas. Las propuestas varían, pero casi todas implican créditos fiscales, posposición del pago de obligaciones al erario y apoyos directos a empresas o personas. La propuesta más acabada y desinteresada es la de Santiago Levy en Nexos, quien se enfoca hacia minimizar los impactos regresivos de la crisis, protegiendo a los desempleados, sobre todo a los más pobres, todo ello preservando la estabilidad macroeconómica para que pueda haber una recuperación tan pronto concluya la emergencia sanitaria.
La primera lección que nos enseña la historia y que, supongo, la que motiva al presidente, es que cada vez que el gobierno se endeuda en exceso, vienen las crisis. En concepto, no hay razón para pensar que esto tiene que ser así, pues hay circunstancias que justifican incurrir en deuda, pero siempre y cuando el uso de ese dinero permita no sólo pagar la deuda en el futuro, sino crear bienes públicos que mejoren la calidad de vida de la población, eleven la productividad y/o creen activos que contribuyan a generar riqueza para la sociedad.
El problema es que la deuda mexicana, prácticamente nunca, a lo largo de la historia, se ha usado de manera productiva; más bien, lo contrario es típico: se contrata deuda pública que luego se emplea para financiar gasto corriente.
El problema es que la deuda mexicana, prácticamente nunca, a lo largo de la historia, se ha usado de manera productiva; más bien, lo contrario es típico: se contrata deuda pública que luego se emplea para financiar gasto corriente. Es decir, gasto público improductivo, frecuentemente políticamente (o electoralmente) motivado que no sólo no genera condiciones para una mayor prosperidad, sino que distrae recursos productivos.
Apostaría a que buena parte del endeudamiento que caracteriza a Pemex nunca se empleó para desarrollar nuevos yacimientos, sino para objetivos que nada tienen que ver con la actividad básica de la empresa. Quizá nunca llegaron a Pemex… En estas circunstancias, resulta temeraria la noción de que incurrir en nueva deuda, ahora sí, va a ser bien empleada para atenuar los costos de la pandemia. Y peor con un gobierno caracterizado por tantos prejuicios contrarios al crecimiento económico y a quienes lo hacen posible.
En adición a lo anterior, no se puede desasociar el momento político de los riesgos inherentes a la emergencia sanitaria y la recesión que se agudiza literalmente cada minuto. En condiciones normales, como ocurrió en 2009, los mercados financieros y la población comprenden la naturaleza de una emergencia y no entran en pánico. En las circunstancias actuales, en que no ha habido un solo proyecto nuevo de inversión desde la campaña de Trump, en 2016 (y la única excepción, en Mexicali, acaba de ser tumbada por el propio presidente), cualquier movimiento en materia fiscal o de contratación adicional de deuda podría tener un impacto desmedido sobre el tipo de cambio, ya de por sí presionado. La advertencia de las principales calificadoras, en el sentido de que el grado de inversión del gobierno federal se encuentra en riesgo, ciertamente no contribuye a un panorama favorable.
Entonces, ¿qué es lo que se puede hacer en este contexto? Lo evidente es que hay que apoyar a las personas que perdieron sus fuentes de ingresos, especialmente aquellas que se encuentran en la informalidad, pues son las más numerosas y vulnerables. Si además se pudiera lograr su formalización a cambio de apoyos, el beneficio sería para todos. También es crucial ayudar a las industrias clave más golpeadas por la crisis, como las vinculadas al turismo.
Lo segundo que habría que hacer es modificar los rubros del gasto público para financiar este objetivo: ningún gobierno en memoria reciente ha hecho tantas modificaciones al gasto como el actual, así que no hay excusa por la cual esto no pudiese hacerse. Lo obvio sería dejar de financiar proyectos elefantiásicos que no contribuyen al desarrollo regional o nacional, como la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya. El sólo hecho de cancelarse mostraría sensatez fiscal, ampliando el espacio anímico para tolerar un pequeño crecimiento en la deuda pública.
Lo crucial es no perder claridad del objetivo que se estaría persiguiendo: todo esto es para reducir el impacto de la recesión sobre la población más vulnerable y asegurar una rápida recuperación una vez que la emergencia sanitaria haya concluido. En la medida en que la prioridad sigan siendo las transferencias clientelares -el gasto más improductivo en términos económicos y de dudosa productividad política-, la economía del país se contraerá sin la menor probabilidad de recuperarse, con los riesgos en términos de gobernanza y criminalidad que ello entraña.