Durante semanas, los líderes del magisterio guerrerense han buscado cómo involucrar a las Fuerzas Armadas en el ataque contra los normalistas de Ayotzinapa, aquella noche trágica del 26 de septiembre, y la posterior desaparición de 43 de ellos.

Hasta hace un mes, las referencias al Ejército eran veladas o tangenciales en los discursos y mensajes de protesta por los hechos de Iguala.

¿A qué está jugando el magisterio guerrerense? Parecería que la intención es provocar a los militares hasta lograr que ocurra algo que parezca un acto de represión, y con éste, justificar acciones que vayan más allá de lo hecho en semanas recientes.

Se centraban en la presunta indolencia del 27 Batallón de Infantería, acantonado en esa ciudad, por no haber actuado para prevenir la agresión contra los estudiantes perpetrada -de eso no hay duda- por agentes policiacos municipales.

El domingo 28 de septiembre, el comandante de ese cuerpo del Ejército, coronel José Rodríguez Pérez, recibió en las instalaciones del cuartel a una comisión de padres de los normalistas desaparecidos, en la que estuvo el titular de la Comisión de Derechos Humanos de Guerrero, Ramón Navarrete Magdaleno.

De acuerdo con una nota del diario El Sur, del 15 de octubre pasado, a pregunta de los padres -entre ellos Margarito Guerrero, papá de Jhosivani Guerrero de la Cruz e Hilda Legideño Vargas, mamá de Jorge Antonio Tizapa Legideño-, el coronel les dijo que no tenía a ninguno de los jóvenes desaparecidos y que fuerzas castrenses no habían participado en el ataque y detención de los normalistas.

Y agregó que el Ejército se había enterado de los hechos “al último”.

Hasta entonces, las voces críticas de la participación del Ejército se centraban en las “omisiones” que habría cometido el 27 Batallón.

Interrogado, en la conferencia de prensa del 7 de noviembre, el procurador Jesús Murillo Karam explicó que los militares no intervinieron en los hechos porque “sólo actúan bajo órdenes”. Y agregó que fue afortunado que no lo hicieran porque habrían tenido que dar su apoyo a la autoridad institucional, es decir, a la policía municipal de Iguala.

Sin embargo, el mensaje de quienes buscan, estridentemente, involucrar al Ejército en la desaparición de los normalistas arreció a mediados de diciembre, cuando se publicó un presunto informe de la Secretaría de Seguridad Pública de Guerrero, el cual señala que estuvo enterada de los movimientos de los normalistas la tarde-noche del 26 de septiembre.

A partir del hecho de que ese informe se difundió automáticamente en todas las instancias de seguridad pública, civiles y militares, se dedujo que el Ejército tuvo que haber estado enterado. Y que no fue “al último”, como ha sostenido el coronel Rodríguez.

Sin embargo, repentinamente, el discurso de protesta pasó de tales omisiones a su culpabilidad.

En realidad, no hay una línea argumental única. En ocasiones se habla de que los estudiantes pudieran estar vivos en una instalación militar. Otras veces se dice que sus cuerpos pudieron ser incinerados por el Ejército, y los restos, se deduce, entregados posteriormente a la PGR para hacer creer que fueron hallados en la barranca de Cocula.

La ausencia de motivos y pruebas que apoyen esas acusaciones no parece importar.

El 26 de diciembre, el magisterio guerrerense y quienes lo apoyan pasaron de las palabras a los hechos. Ese día, un grupo de manifestantes se presentó en el 27 Batallón de Infantería, con la intención de ingresar en las instalaciones.

Como no se le permitió, el grupo pintó consignas con aerosol en el portón del cuartel y lanzó piedras hacia el interior.

El lunes se repitió la agresión, pero esta vez los manifestantes usaron un camión para derribar el portón, tras de lo cual se internaron unos 15 metros en el cuartel del 27 Batallón, desde donde lanzaron piedras y botellas de cerveza —que tomaron de otro camión robado— hasta que fueron repelidos por un grupo antimotines de la Policía Militar.

Ese mismo día, las protestas se repitieron en Acapulco, donde fueron agredidos los marinos de la Base Naval, y en Cruz Grande, en la Costa Chica de Guerrero.

¿A qué está jugando el magisterio guerrerense? Parecería que la intención es provocar a los militares hasta lograr que ocurra algo que parezca un acto de represión, y con éste, justificar acciones que vayan más allá de lo hecho en semanas recientes.

Porque para extorsionar a automovilistas en la Autopista del Sol, quemar el Congreso local, robar mercancías de camiones repartidores, bloquear el aeropuerto de Acapulco y paralizar la actividad del Instituto Nacional Electoral, los maestros y sus aliados no han necesitado justificaciones.

Nada de eso va a hacer que aparezcan los estudiantes, desde luego, pero las acciones se inscriben en una agenda más amplia del magisterio, que habla abiertamente de derribar el “Estado burgués” y sustituirlo con la dictadura del proletariado.

¿Será que crear la impresión de que el Ejército los reprime —cuando son los maestros y sus aliados quienes han ido a los cuarteles a agredir, bajo el argumento de que quieren inspeccionar las instalaciones— es lo que requieren para justificar acciones aun más radicales?

Pero hay una pregunta más importante que las anteriores: ¿Qué esperan las autoridades para aplicar la ley en Guerrero, Oaxaca y otros lugares?

Es obvio que lo único que pueden hacer los militares es contener a los manifestantes e impedir que penetren en sus instalaciones.

Pero ¿por qué se permite que se retiren impunemente quienes los atacan, igual que quienes incendian camiones y edificios?

Ese es un juego aun más peligroso. Sobre todo cuando ya aparecieron, en Huatulco, ciudadanos dispuestos a retirar los bloqueos de los maestros que están haciendo imposible su vida diaria.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.