“El mejor interés nacional de Estados Unidos es que México logre ser un país próspero,” afirmó el general Scowcroft, asesor de seguridad nacional del primer presidente Bush. La consumación del tratado de libre comercio (TLC) fue concebida en Estados Unidos como el comienzo de una nueva era no solo de la relación entre las dos naciones, sino que constituía un cambio radical en la concepción que nuestros vecinos tenían de sí mismos. Era un momento de júbilo al que todo el establishment se volcó. Ahora es una nueva era y con un nuevo presidente que no tiene margen de error.

A lo largo del siglo XX, México optó por seguir un camino distante de su vecino, al grado que fue una odisea lograr el reconocimiento diplomático de los gobiernos post revolucionarios. Para los 80, la superpotencia veía a México como una anomalía: un país que no acababa de resolver sus problemas y sus crisis, pero que se mantenía distante.

México, por su parte, había experimentado bandazos en su política económica, incurrido en crisis cambiarias cada vez más agudas y llevaba años en recesión y al borde de la hiperinflación, todo ello debido al exceso de endeudamiento en los 70. En lugar de adaptarse a los cambios que habían sobrecogido al mundo productivo en Japón, Estados Unidos y Europa, México mostraba una singular falta de claridad respecto al camino que debía seguir para lograr sus objetivos de desarrollo.

Para fines de los 80, el gobierno mexicano concluyó un profundo proceso de revisión, asumiendo, por primera vez en décadas, al problema financiero y económico como producto de su responsabilidad (realmente, irresponsabilidad) y comenzó a llevar a cabo una serie de reformas susceptibles de transformar la realidad del país. Uno de esos cambios fue la relación con Estados Unidos.

El planteamiento mexicano −la búsqueda de un mecanismo que le confiriera certidumbre al inversionista− empataba cabalmente con la perspectiva estadounidense. Específicamente, que México viera a Estados Unidos como parte de la solución de algunos de sus problemas empataba con su lógica geopolítica. El problema fue que lo que México estuvo dispuesto a hacer en los siguientes años no comulgó con las expectativas que los americanos anticipaban: México no vio al TLC como el principio de una era de transformación sino como el fin de un proceso de reformas acotadas. Por su parte, con el fin de la URSS, los americanos pasaron a otros asuntos y se olvidaron de México.

Todo esto llevó a un choque de percepciones. Para México, el TLC fue una tablita de salvación que permitió retornar al crecimiento, pero que no explotó de manera integral. Por su parte, para los estadounidenses, México desaprovechó el TLC como palanca transformadora, acabando empantanado en un mar de corrupción, violaciones de derechos humanos y debilidad institucional. La esperada integración en servicios y educación nunca ocurrió. La decepción que siguió no fue menor, y permanece.

25 años después del TLC, México ha mejorado en innumerables aspectos y ha logrado una estabilidad financiera que contrasta dramáticamente con el caos que le precedió. Sin embargo, sus problemas de esencia −pobreza, desigualdad regional, un pésimo sistema de justicia, violencia y criminalidad (mucha de ella vinculada a EUA por el narcotráfico) y, por encima de todo, un gobierno incompetente− siguen ahí presentes. En la práctica, el éxito del TLC permitió que México no tuviera que transformarse.

El letargo mexicano se tradujo en una creciente desesperación, que llegó al desarrollo de proyectos para forzar a México a llevar un cambio cabal de sus instituciones. Es decir, el contexto en que llega Biden no es benigno para el viejo sistema político mexicano que AMLO recrea y fortalece minuto a minuto. La decepción acumulada inevitablemente tendrá expresiones prácticas que no empatan con el distanciamiento y desdén mostrado por el gobierno mexicano al nuevo presidente. La pretensión de que se puede ignorar la profundidad de las interconexiones entre las dos naciones sin costos o consecuencias es absurda. Desdeñar sus intereses, peor.

En este momento hay dos factores clave en la región norteamericana que van a determinar nuestro futuro: en primer lugar, las tensiones dentro de la sociedad estadounidense, producto en buena medida del cambio tecnológico, la globalización económica y la era de la información. Aunque México no es causante de esos cambios, es un actor clave en ellos y, por esa razón, Trump nos convirtió en chivo expiatorio, pero el fin de Trump no implica el fin de las tensiones que ya existían y que él capitalizó. En un mundo racional, esto llevaría al desarrollo de una estrategia de acercamiento con el gobierno y pueblo norteamericanos para destensar esas fuentes de conflicto, o sea, lo contrario a lo que el presidente está haciendo.

El otro factor clave es el conflicto entre China y Estados Unidos. México tiene la gran oportunidad de atraer mucha de la inversión norteamericana hoy en China, pero eso requeriría una estrategia tanto política como económica radicalmente distinta a la emprendida. Inexplicablemente, estamos ante la posibilidad de volver a perder la gran oportunidad de desarrollo del país en aras de una serie de dogmas setenteros y empobrecedores.