Partamos por la noticia buena. ¿Son realmente nuestras las Malvinas? rezaba un titular del diario argentino La Nación el 14 de febrero pasado. Lejos de ser un lamento melancólico, el historiador José Luis Romero cuestionaba allí los argumentos y creencias que dicen que el archipiélago, ocupado militarmente –sin derramamiento de sangre– por los británicos en 1833, pertenece a Argentina. Pocos días más tarde, el 22, el mismo Romero apareció como firmante de una carta de intelectuales argentinos sobre el mismo tema. El enfoque, esta vez, estaba desplazado tanto hacia la política interior argentina como hacia reconocer el derecho de los habitantes de las islas de autodeterminarse.

En ella se dice, por ejemplo, que: "Es necesario poner fin hoy a la contradictoria exigencia del gobierno argentino de abrir una negociación bilateral que incluya el tema de la soberanía al mismo tiempo que anuncia que la soberanía argentina es innegociable". Además, se recuerda que "nuestras peores tragedias no han sido causadas por la pérdida de territorios ni la escasez de recursos naturales, sino por la falta de respeto a la vida, los derechos humanos, las instituciones y los valores de la República como la libertad, la igualdad y la autodeterminación". Justamente, respecto de esto último, afirma que “en honor de los tratados de derechos humanos incorporados a la Constitución en 1994, los malvinenses deben ser reconocidos como sujeto de derecho” y arguye: “creemos que es hora de examinar a fondo esa política a partir de una convicción: la opinión pública argentina está madura para una estrategia que concilie los intereses nacionales legítimos con el principio de autodeterminación sobre el que ha sido fundado este país”.

En su aspecto más polémico, el texto llama a respetar el modo de vida de los isleños. E interpreta que la misma Constitución argentina, “como expresa su primera cláusula transitoria, implica abdicar de la intención de imponerles una soberanía, una ciudadanía y un gobierno que no desean”. Indican que “la afirmación obsesiva del principio Las Malvinas son argentinas y la ignorancia o desprecio del avasallamiento que éste supone, debilitan el reclamo justo y pacífico de retirada del Reino Unido y su base militar, y hacen imposible avanzar hacia una gestión de los recursos naturales negociada entre argentinos e isleños”.

La carta posee relevancia. Entre sus autores/adherentes están la teórica literaria y ensayista política Beatriz Sarlo, una de las voces más influyentes en la escena intelectual de fines del siglo XX, y Roberto Gargarella, un todavía joven constitucionalista, considerado uno de los miembros de su generación más brillantes y, con certeza, una de las personas con mayor conocimiento sobre teorías modernas de justicia en Latinoamérica. También incluye a polemistas de larga data y brillo, como Juan José Sebreli y el polifacético creador del diario Página 12, Jorge Lanata. Eso sólo por mencionar a cuatro de ellos.

Como era de esperarse, el texto abrió un debate no exento de imprecaciones mediáticas, como la tradicional de “cipayos”, que se refiere a “nativos que sirven a un opresor externo”. Pero todo sigue siendo muy bueno. Porque habría sido imposible hace pocos años, tanto como hoy puede ser imposible que un grupo de intelectuales bolivianos llame a renunciar a una salida al mar o un grupo de intelectuales chilenos equivalente se manifieste por devolver la soberanía de Isla de Pascua a los pascuenses. Para eso son las libertades públicas, para ejercerlas aún cuando resulten irritantes, como opiniones, para grupos de ciudadanos con ideas distintas.

Ahora, la noticia no tan buena: el grueso de los autores no parece darse cuenta de la diferencia entre afirmar que quienes hoy habitan el archipiélago, y poseen todos los privilegios que les otorga el estado de derecho que vive el Reino Unido, no deberían perderlos bajo una eventual soberanía de Argentina; frente a decir una cosa muy distinta: que poseen el derecho a la autodeterminación.

Si se cree que las islas son de hecho y de derecho, inglesas (en la práctica sus habitantes poseen la ciudadanía que otorga ese reino), afirmar que pueden autodeterminarse es equivalente a sostener que los habitantes de Liverpool también podrían hacerlo. O los del barrio de Belgravia, en Londres. Se trata de una afirmación meramente abstracta y que, de todas manera, haría correr mucha tinta o pixeles (¿bajo qué condiciones un grupo de ciudadanos de un Estado ya existente puede autodeclararse soberano y secesionar?). A menos que se entienda que la distancia geográfica del gobierno central es la que abre tal posibilidad. Algo insostenible hoy en día. Ahora, si se cree que las islas son de hecho inglesas, y de derecho argentinas, la autodeterminación tampoco es posible. ¿Por qué el Estado federal argentino debería ceder tal derecho a 3 tres mil ciudadanos ingleses y no a, pongamos, medio o un millón de descendientes de aborígenes?

Por exclusión podemos inferir que los intelectuales no le conceden ni al Reino Unido ni a la Argentina la soberanía. Dicho de otra forma, que piensan que no hay un derecho más legítimo que el otro o que el asunto les resulta confuso, por lo cual entienden que son los kelpers, los isleños, quienes pueden decidir quién será su soberano. Esto es, que pueden independizarse.

Vamos a la palabra para que no haya confusiones: autodeterminación: 1. f. Decisión de los pobladores de una unidad territorial acerca de su futuro estatuto político, dice la Real Academia de la Lengua. Dado que los firmantes de la carta en su totalidad poseen la lengua castellana como materna, hemos de entender que cuando hablan del derecho a la autodeterminación de los malvinenses o kelpers, con certeza no quieren decir que a los isleños debe entregárseles la facultad de votar gobiernos municipales, sino el derecho de establecer “su futuro estatuto político”. Esto significa, la forma de autogobierno que prefieran, sólo ante sí, que es lo que hacen los “sujetos soberanos”. Como hemos visto a través de la Historia, éstos pueden crear un Estado republicano o ceder parte de esta soberanía a otro Estado (como Puerto Rico) o a una familia (que es lo que hizo la Isla de Man o Mannin, que está entre Gran Bretaña e Irlanda).

La carta ha entrado así en su elemento más llamativo: los intelectuales argentinos les conceden a los habitantes de las Malvinas el derecho a crear un Estado propio en atención a la (presunta) igualdad de los títulos en disputa (a lo que se suma el efecto práctico, es de suponer, del desagrado personal que éstos últimos sienten hacia Argentina). Sostienen explícitamente que ese derecho podría (o debe) ser superior a los que heredó Argentina de España o a la nulidad de soberanía de la soberanía británica, basada en una ocupación por la fuerza sin cesión posterior vía un tratado realizado por dos gobiernos libres. Sólo para eliminar la sospecha que no hay algo de autolaceración en tales razonamientos ¿Le concederían igual derecho, por ejemplo, a un grupo de científicos estadounidenses cuyas familias llevasen cien años investigando en las islas Galápagos, si ese archipiélago estuviese ocupado por EE.UU.?

Sin ser jurista, y en lo personal subjetivamente convencido de que Argentina tiene sin duda mejores títulos que el Reino Unido para detentar la soberanía del archipiélago, me parece plausible que esta tercera posibilidad mencionada, en teoría, pueda considerarse de buena fe. Es más cuestionable que los intelectuales argentinos de la carta no parezcan haber advertido que esa es, precisamente, la línea de acción que el gobierno de Gran Bretaña evalúa seguir para finalmente quedarse con el control de las islas sin cuestionamiento legal ninguno. De hecho ocurrió antes. Muchas veces. Una es el caso de la arriba citada Isla de Man, la cual formalmente no es parte del Reino Unido, pero su representación internacional y defensa corresponden a Londres. Con un gobierno local para asuntos internos, parlamento y sistema judicial autónomos, el soberano de la isla es el monarca del Reino Unido que envía un Gobernador General renovable cada cinco años.

Así, en el contexto de una disputa con una nación de larga tradición colonial y que recientemente ha prestado bases militares extranjeras y propias, en sus muchas islas, para operaciones de secuestro global y crear limbos jurídicos en los que no se aplica el Estado de derecho, aunque es loable que los firmantes de la carta pongan la libertad y autonomía de los habitantes del archipiélago por arriba de todo otro cálculo, hay algo bizarro, bastante ingenuo, en que tengan en tan alta consideración el derecho, potencial, de tres mil personas a darle su soberanía a una familia de sangre azul, por sobre los títulos legítimos de su propia nación.