¿Qué tienen en común Álvaro Uribe, Rafael Correa, Alberto Fujimori, Evo Morales, Carlos Menem y Hugo Chávez? De un lado, todos ellos buscaron cambiar, en todo o en parte, la Constitución de su país. De otro, todos propiciaron, entre otros, el mismo cambio en la Constitución: permitir la reelección inmediata del presidente (cargo que ocupaban). Ese es, a su vez, un riesgo probable al buscar cambios constitucionales: que estos sirvan el interés de quienes gobiernan en un momento dado antes que los intereses a futuro del país.
Pero incluso si ese no fuera el caso, otro riesgo es que las reformas propuestas creen expectativas legítimas pero que, al no ir acompañadas de otros cambios políticos, podrían verse frustradas. Recordemos, por ejemplo, que Colombia adoptó su actual Constitución en 1991 a través de una Asamblea Nacional Constituyente creada a partir de una consulta popular. Esa Constitución reconoció, por ejemplo, amplios derechos a las poblaciones indígenas y creó mecanismos para la defensa de esos derechos. Nada de lo cual impidió que el asesinato de dirigentes indígenas o el desplazamiento forzado de sus tierras continuaran siendo prácticas recurrentes en el país.
Según el historiador Niall Ferguson, América Latina es la región del mundo que, en promedio, ha adoptado un mayor número de constituciones y estas, a su vez, suelen ser más extensas que el promedio mundial. Lo cual, a juzgar por algunas investigaciones en política comparada, podría ser un problema en sí mismo: según esas investigaciones, más importante aún que tener buenas normas, es que estas perduren en el tiempo. Una tarea fundamental del ordenamiento legal es hacer previsible la conducta de los actores, por lo que la calidad de las normas se convierte en una consideración secundaria cuando estas se cambian con relativa frecuencia. Y nada hace las conductas menos previsibles que cambiar la base de todo el ordenamiento legal, es decir, la Constitución. Sobre todo, cuando, como en Perú, no solo hay un debate sobre la conveniencia de cambiar la Constitución, sino también sobre la constitucionalidad del medio propuesto para hacerlo (es decir, una Asamblea Constituyente). Aquí cabría retomar lo que decíamos en un artículo anterior sobre el efecto adverso que la incertidumbre política tiene sobre el desempeño de la economía: entre el debate sobre el mecanismo a través del cual debería cambiarse la Constitución y el proceso mismo de adoptar una nueva Carta Magna, la incertidumbre podría prolongarse cuando menos un año y medio (y ello en el contexto de una profunda crisis política, económica y de salud pública).
Tanto en Chile como en Perú uno de los argumentos en favor de adoptar una nueva Constitución es el origen autoritario de la Constitución vigente. Lo cual no solo implica problemas de legitimidad, sino también de diseño institucional. Es inusual, por ejemplo, que un país de las dimensiones de Perú tenga un parlamento unicameral con un número relativamente pequeño de representantes. Lo probable es que, como ocurrió en Venezuela bajo Hugo Chávez, su adopción se debiera a que un parlamento de esas características es más fácil de controlar para un gobernante autoritario (antes que a consideraciones sobre su representatividad o eficacia legislativa).
Pero la pregunta sigue siendo por qué esos problemas de diseño no podrían corregirse con reformas a la Constitución vigente. Porque, si hablamos de la legitimidad de origen, la Constitución más longeva del mundo (la de los Estados Unidos), fue adoptada por terratenientes propietarios de esclavos que no fueron seleccionados para ello a través de elecciones con base en el sufragio universal. En su origen, por ejemplo, esa Constitución privó a las mujeres del derecho al voto, permitió la posesión de esclavos y trató a los indígenas americanos como extranjeros en su propia tierra. Lo cual cambió a través de enmiendas a esa misma Constitución, no a través de la adopción de un nuevo documento.