Desde la realización de las internas abiertas simultáneas del 14 de agosto de 2011, a pocos le quedó alguna duda con respecto a la inminente reelección de Cristina Fernández, quien se impuso cómodamente en el primer turno electoral. No solo alcanzó el mayor porcentaje de votos desde el retorno de la democracia en 1983, sino, también, la más amplia diferencia porcentual con el candidato que ocupó el segundo lugar. Justamente, ya desde entonces, las preguntas e interrogantes realizadas por los analistas, no se vinculaban al resultado de la elección, sino más bien a los desafíos que deberá enfrentar durante su segundo mandato -tercero del tándem presidencial con Néstor Kirchner.
Más allá de innegables méritos propios, mucho tuvo que ver con esto la incapacidad de todo el espectro político no-peronista -a quienes el politólogo Juan Carlos Torre definió lúcidamente, después de la crisis de finales de 2001, como los “huérfanos de la política de partidos”- de compactarse, proponiéndose como una opción efectiva de poder más allá de los ámbitos provincial o municipal. En este contexto, el gobierno ha conseguido establecer un escenario caracterizado por una polarización dicotómica, bajo una lógica gobierno-oposición, pero con un adversario fragmentado e incapaz de articularse organizacionalmente como partido o coalición razonablemente sólida.
Esta situación fue fomentada e incentivada por un gobierno que logró dejar atrás las dudas sembradas durante la primera parte de su gestión, reponiéndose, además, de la derrota electoral sufrida en 2009, y por una presidenta que supo explotar políticamente la muerte de su marido. De hecho, ésta le permitió amortiguar aspectos negativos de su gestión como parte de las evidentes tendencias autoritarias del kirchnerismo, basadas en la agresividad, la soberbia y el acoso a los medios de comunicación opositores. Además le concedió la oportunidad de depurar parcialmente al gobierno -o encapsular dentro de éste- de sectores con una fuerte imagen negativa, como la línea sindical liderada por Hugo Moyano, y minimizar el rechazo producido por la manipulación de los datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), específicamente, del índice de precios al consumidor.
Sin embargo, este inicio alentador para el gobierno no está exento de perspectivas críticas. De hecho, en el horizonte se perciben dos frentes de conflicto particularmente intensos frente a los que al gobierno no le queda más alternativa que actuar. El primero, es de carácter estrictamente político y se vincula a la necesidad de comenzar a perfilar un mecanismo sucesorio que produzca un relativo grado de previsibilidad y confiablidad dentro del movimiento, permitiendo, además, la continuidad del ciclo. No olvidemos que, más allá del abrumador triunfo del gobierno -que además ampliará consistentemente su contingente legislativo- y de la tendencia histórica del peronismo de alinearse detrás del liderazgo carismático de turno, existen diferencias latentes visibles, tanto desde el punto de vista de la distancia ideológica de sus partes, como de las ambiciones y expectativas futuras de muchos de sus líderes. Hacemos referencia especialmente a casos como el de Daniel Scioli -también repuesto del resultado electoral de 2009 con una rotunda victoria- y José Manuel de la Sota, gobernadores de Buenos Aires y Córdoba, respectivamente.
(...) si bien la legitimidad otorgada por la urnas debería simplificar la posibilidad de enfrentarlos, está exclusivamente en el gobierno el encontrar las salidas más eficaces y eficientes que le permitan evitar un desgaste prematuro en su segundo período de gestión.
Frente a este tema, el gobierno ya mencionó la posibilidad de apuntar a una reforma constitucional que permita el tránsito hacia un sistema parlamentario, desapareciendo así el problema de la reelección. Sin embargo, aún gozando de quórum propio, los procedimientos institucionales de este tipo de reforma, como consecuencia de las mayorías especiales necesarias para convocar a una asamblea constituyente, son complejos e intentar un cambio de semejante magnitud podría ser extremadamente desgastante e, incluso, contraproducente. Sobre todo, por la resistencia que pueden mostrar líderes como los apenas mencionados que venderán cara su ambición presidencial. Recordemos además que, en buena medida, la estabilidad del gobierno depende de activos procesos de negociación y transacciones con los gobernadores en un delicado equilibrio en el que el primero sostiene su base de apoyo a través de ellos que, a su vez, subsisten gracias a las transferencias fiscales realizadas por el Estado central.
El segundo, las condiciones económicas. Cristina se enfrenta a una compleja situación, caracterizada por una creciente inflación, que se suma a un peso apreciado -disminuyendo la competitividad de la economía-, un déficit fiscal en aumento y una notable disminución del superávit comercial, presionado también por la crisis internacional. Esto representa una clara amenaza a las bases mismas de la propuesta económica del gobierno como el tipo de cambio alto, elevado superávit fiscal y comercial, produciéndose así un cortocircuito.
Dentro de este marco, en un escenario de crecientes dificultades para la financiación del gasto público, deberán enfrentarse cuestiones sensibles como la negociación de tarifas públicas -sostenidas en los valores actuales gracias a subsidios- que podrían producir fuertes presiones a la hora de renegociar salarios, empujando una espiral inflacionaria.
Sintetizando, es indudable que Fernández de Kirchner vive hoy su momento de mayor fortaleza, los resultados electorales así lo demuestran y son irrefutables. No obstante esto, el panorama no se presenta exento de desafíos y si bien la legitimidad otorgada por la urnas debería simplificar la posibilidad de enfrentarlos, está exclusivamente en el gobierno el encontrar las salidas más eficaces y eficientes que le permitan evitar un desgaste prematuro en su segundo período de gestión.