Al momento de escribir este artículo no sé aún el resultado de la elección del decano del Colegio de Abogados (CAL). Pero no importa. Sea quien sea el que resulte elegido o los que sigan en carrera a una segunda vuelta, será lo mismo. El CAL seguirá manejado de manera mediocre e intrascendente como en las últimas décadas. Será un colegio que no sirve para nada bueno y sí servirá para perpetuar la bajeza en la que se vive en la profesión.

Podría pensarse que el problema es la calidad de candidatos que se presentan. Pero eso es un espejismo. Es cierto que ninguno plantea un cambio real. Todos son ambiguos y generalistas en sus propuestas (lo que en realidad significa que no tienen propuestas). Todos participan en un mercadillo de ofertas rimbombantes y sin contenido ni esencia. Y es que da vergüenza ir a votar. Más que una elección gremial es una persecución en la que a voz alzada se llama a los “coleguitas” para, en medio de anfitrionas, globos y serpentinas, se capture un voto desorientado e irreflexivo.

Entonces, ¿por qué se presentan candidatos tan malos? La respuesta es simple: porque es una institución mediocre y desenfocada. Los candidatos son dignos del valor del cargo al que aspiran. Ser candidato a decano es como ser candidato a la presidencia de un circo. 

El CAL es, en realidad, un cartel en el que los abogados persiguen, sin éxito, que se reduzca la competencia. Por eso Indecopi lo ha sancionado tantas veces. En nombre de la “dignidad” de la profesión, no hacen más que hundirla en la indignidad. Y para ello protegen lo que la abogacía es sin hacer nada para moverla hacia el deber ser. Frente a la corrupción desenfrenada, el CAL responde solo con frases hechas y acciones vacías. Nada se hace contra el statu quo.

La solución está en someter al CAL a competencia. Es crear colegios de abogados alternativos, en los que podemos libremente afiliarnos y en los que el nombre del colegio sea una marca de certificación para los que se afilien. La gente sabrá que estar afiliado a esa marca significa que el abogado es evaluado y fiscalizado, que me puedo quejar sin esperar que se aplique la Ley del Otorongo.

La verdadera función de un colegio de abogados debería ser proteger la ética de la profesión. Es sancionar a quienes no la respetan y enmendar las conductas de quienes no se ajustan a sus reglas. Nadie puede decir hoy que ser miembro del CAL asegura su conducta ética. La ética ha sido dejada en manos de la buena voluntad de los abogados. Uno solo es ético si toma la convicción individual de serlo. Pertenecer al CAL no significa nada.

Es por eso que llevo años sin votar en esas elecciones. Y me temo que seguiré sin votar muchos años más. Prefiero pagar mi multa a ser cómplice de tremendo entuerto. 

La solución está en someter al CAL a competencia. Es crear colegios de abogados alternativos, en los que podemos libremente afiliarnos y en los que el nombre del colegio sea una marca de certificación para los que se afilien. La gente sabrá que estar afiliado a esa marca significa que el abogado es evaluado y fiscalizado, que me puedo quejar sin esperar que se aplique la Ley del Otorongo.

Pero a los carteles no les interesa la competencia. Ante propuestas similares se han alzado voces (de los abogados, por supuesto) que exigen la unidad gremial y la necesidad de una fuerza integrada para defender a la profesión. Pero lo que realmente falta es que haya alguien que defienda al ciudadano de a pie de esa profesión. El verdadero rol de un colegio de abogados no es proteger a los abogados, sino proteger a los clientes de esos abogados y a sus contrapartes.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.