Tras la reciente masacre de niños en su propia escuela en los Estados Unidos, las respuestas de quienes se oponen a restringir la compra y tenencia de armas de fuego fueron las habituales. El Senador Ted Cruz, por ejemplo, advirtió contra los intentos de “politizar” el hecho con el fin de “restringir los derechos constitucionales de ciudadanos respetuosos de la ley”. Hay un aspecto atendible en esa invocación: esas tragedias no deberían servir para inflamar pasiones con fines proselitistas. Como hiciera, por ejemplo, el propio Ted Cruz cuando, tras un atentado terrorista en Orlando, emitió un pronunciamiento titulado “La negativa de la Administración (Obama) de confrontar al terrorismo radical islámico hace a América menos segura”. Por lo demás, el propósito habitual de esas invocaciones a no “politizar” esas masacres suele ser evitar el debate público sobre un problema de seguridad ciudadana justo cuando este apremia.

Debate en el que los partidarios del acceso irrestricto a las armas de fuego han mostrado una franca orfandad intelectual. Tras un tiroteo masivo en Las Vegas, por ejemplo, Donald Trump alegó que “el problema en nuestro país son las enfermedades mentales, no las armas”. Lo cual estigmatiza de manera injustificada a las personas con problemas mentales diagnosticados, asumiendo de antemano que son más proclives a cometer crímenes violentos. Como concluye una revisión de las investigaciones sobre el tema publicada en la revista de la Asociación Mundial de Psiquiatría: “los desórdenes mentales no son ni condición necesaria ni condición suficiente para la violencia. Los principales determinantes de la violencia siguen siendo factores socio-demográficos y económicos”. Además, la tasa de homicidios en los Estados Unidos es entre cuatro y cinco veces mayor que en Gran Bretaña o Francia, pese a que ese país no tiene ni por asomo una incidencia de problemas mentales entre cuatro y cinco veces mayor (como proporción de la población), que en Gran Bretaña o Francia.

El principal argumento que esgrimen los partidarios del acceso irrestricto a las armas de fuego es que, para evitar ese tipo de masacres, habría que armar a todos los involucrados (incluyendo a los profesores de colegio). O, como dijera en su momento el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle, “lo único que puede detener a un hombre malo con un arma de fuego, es un hombre bueno con un arma de fuego”. De un lado, la formulación del argumento precluye la posibilidad de preguntar si no podría hacerse algo para evitar que los “hombres malos” consigan armas de fuego. De otro lado, para efectos prácticos, esa solución ya se ha implementado, sin ningún resultado. En primer lugar, Estados Unidos ya es el país con el mayor número de armas per cápita en el mundo, con unos 400 millones de armas en poder de sus ciudadanos (sí, hay más armas que ciudadanos). En segundo lugar, tanto el colegio de Columbine en 1999 como el supermercado de Búfalo en 2022 tenían guardias armados cuando padecieron tiroteos masivos. En tercer lugar, incluso en el cuartel militar con más soldados estadounidenses en el mundo (el de Fort Hood, en Texas), uno de ellos alcanzó a asesinar a 13 compañeros y herir a otros 30 antes de ser neutralizado.

Una explicación para ello es que alguien que porta un fusil semiautomático con cargadores extraíbles de 10 balas puede disparar decenas de tiros en poco más de un minuto (es decir, un tiempo menor al que podría tomar la respuesta de, incluso, guardias profesionales armados). La peregrina idea de armar a profesores de colegio sólo tendría visos de verosimilitud si se restringiera el acceso a ese tipo de armamento entre la población civil. Pero eso es algo a lo que también se opone la Asociación Nacional del Rifle.