La actual crisis del orden mundial no emana solo de las consecuencias del trumpismo ni de la visceral oposición al multilateralismo del anterior Gobierno de los Estados Unidos, sino que sus hondas raíces vienen fraguándose desde hace más de una década. Sin duda, hoy el mundo sería distinto si Hillary Clinton hubiera resultado elegida en 2016, pero lo cierto es que en el seno del Gobierno estadounidense ya se habían producido cambios que han repercutido en la dinámica de la seguridad internacional, la globalización y la estructura de poder.

¿Por qué es importante el orden multilateral? Entre los numerosos motivos se cuentan asuntos tan trascendentales como la paz y la seguridad, el respaldo a la globalización y la provisión de bienes públicos —por ejemplo, el reparto de las vacunas contra la COVID-19—. Varios factores han socavado la confianza en el orden multilateral y sus logros.

El primero afecta a la paz y la seguridad. En sus días de apogeo, la cooperación internacional para hacer frente a la inseguridad y la violencia era un sello distintivo de un sistema planetario dinámico que, durante los noventa y el principio de la primera década del presente siglo, consiguió reducir las guerras a su nivel más bajo desde el fin de la II Guerra Mundial. Una tendencia que, desde entonces, se ha frenado o incluso revertido.

Actualmente, el obstáculo principal a la gestión de los conflictos es el vínculo entre el terrorismo transnacional y las guerras civiles. Más del 90 % de todas las muertes causadas por guerras en los últimos cinco años tuvieron lugar en países donde operaba una organización terrorista, la mayoría (70 %) en Oriente Medio. Aparte del elevado número de víctimas que conllevan, los flujos de refugiados a gran escala y las posibles tensiones en toda la región son también secuelas que lamentar.

Esta combinación de guerra y terrorismo ha malogrado los esfuerzos multilaterales de gestión de conflictos: la ONU se ve impedida de actuar en situaciones críticas, la probabilidad de que la OTAN amplíe sus operaciones fuera de su área es escasa —y poco recomendable— y las cacareadas operaciones regionales han revelado una capacidad limitada. Y, lo que es aún peor, en cierta manera se ha vuelto al modelo de guerra por delegación que permitió masacres incontroladas durante la Guerra Fría.

En segundo lugar, el cambio de rumbo político en el apoyo a la globalización ha sido especialmente dañino. Debe resaltarse que la intensificación de este fenómeno no se adscribe únicamente a la izquierda o la derecha. De hecho, en Europa, EE. UU. y América Latina han surgido voces de todo el espectro político que han cuestionado las ventajas de la globalización expansiva y la dependencia de las cadenas de suministro globalizadas. De las principales economías del mundo, solo Alemania ha adoptado un modelo en que podría atisbarse el surgimiento de una globalización a la vez equitativa y sólida, si bien lo ha hecho mediante la imposición de costes financieros y sociales al resto de los miembros de la UE.

En tercer lugar, la capacidad de la comunidad internacional para proveer bienes públicos a escala mundial se ha deteriorado discretamente en los últimos años. Es obvio que la pandemia del coronavirus ha evidenciado de forma súbita y cruel sus innegables consecuencias. Es este aspecto en el que resulta más lesivo el antimultilateralismo contemporáneo porque, de continuar la política de repliegue en EE. UU., se complicará la distribución eficiente de bienes públicos universales, exponiendo al resto del planeta a males públicos disruptivos como el cambio climático, las pandemias y la inestabilidad financiera.

Parte de la solución, con todo, puede provenir de otro lado, sobre todo de potencias medias de Occidente y el Sur Global. Para ello debemos preguntarnos cómo construir la coalición más eficaz y viable que proteja y preserve los medios de suministro de bienes públicos globales de los movimientos autoritarios y de las políticas nacionalistas de aislamiento.

Por último, la escalada de las tensiones geopolíticas se traduce —por primera vez en casi cuatro décadas— en una posibilidad muy real de que se desencadenen hostilidades activas entre las principales potencias militares del mundo.

Por más que, desde su nombramiento, el Gobierno de Biden haya intentado reconducir significativamente estas dinámicas, sería imprudente confiar en que, bajo su mandato, vaya a apaciguarse la rivalidad geopolítica o a desbordarse el entusiasmo por la globalización expansiva. Tampoco han mejorado de repente las todavía tensas relaciones entre EE. UU. y China.

En el mejor de los casos asistiremos a una lucha a brazo partido por las políticas y el carácter del orden multilateral. Es imposible volver sin más a la cooperación y la cortesía que caracterizaron la pos Guerra Fría y la creación del G20. Una política eficaz cuyo objetivo sea la renovación del orden multilateral no puede basarse en la ilusión de un renacimiento de la edad de oro del multilateralismo. En su lugar, deberían aprovecharse las rivalidades entre grandes potencias —tales como China-Japón, India-Paquistán, Alemania-Francia y, por supuesto, EE. UU.-Rusia— para fundar un multilateralismo competitivo llamado a convertirse en un nuevo sistema que mantenga el orden y la diplomacia internacionales.

A fin de avanzar hacia el multilateralismo competitivo deben seguirse tres pasos:

  1. Impulsar el programa liberal desde una coalición de Estados democráticos que trabaje en el seno de las organizaciones internacionales para proteger y adaptar el liberalismo económico de un modo más coherente a la hora de abordar la desigualdad.
  2. Autorizar la creación de una red de potencias medias que defienda las instituciones multilaterales esenciales trabajando en todos los conflictos —como el de Irán— y asuntos —como el comercio— de modo que lidere el diálogo en los principales foros de cooperación y que esté dotada de competencias para obligar a rendir cuentas a las principales potencias si estas no respetan el marco multilateral.
  3. Permitir el uso de la diplomacia y la iniciativa política a las potencias medias, así como la creación de las garantías necesarias para evitar los conflictos entre superpotencias, interviniendo con discreción en ocasiones en los acuerdos diplomáticos entre ellas.

Se trata de un ambicioso plan para un mundo actualmente en tensión por la gestión de la crisis del coronavirus. Más allá del multilateralismo competitivo, el escenario ideal sería que EE. UU. recuperase el liderazgo del orden multilateral y contara con el respaldo de las ideas, la ambición y las iniciativas políticas de las potencias medias. Parece claro que, con Biden en la Casa Blanca, EE. UU. ha recobrado un papel activo en los asuntos internacionales, pero eso no debe llevar al resto del mundo a creer que todo volverá a ser como antes. Es el momento de retomar la importante tarea de forjar coaliciones para que los países tengan más oportunidades de trabajar juntos de manera progresiva e integradora.

*Con la colaboración de Bruce Jones, Senior Fellow Director of the Project on International Order at The Brookings Institution