Es extraño el proceder del gobierno en materia legislativa. A pesar de contar con amplias mayorías en ambas cámaras, los morenistas suelen tropezar con la falta de claridad de rumbo que inspiran las iniciativas que envía el Ejecutivo. Nadie puede dudar de la naturaleza despótica y frecuentemente arbitraria del proceder de ese partido, para cuyos integrantes la búsqueda de apoyos por parte de otros partidos e incluso de amplios consensos es anatema. Pero nada de eso explica la inconstancia, cuando no veleidad, de las iniciativas que les exigen procesar.

Me explico: la característica prominente del mundo de las relaciones internacionales es la ambigüedad de las reglas, pues en ausencia de un gobierno mundial, no existe capacidad para obligar a las naciones a cumplirlas, lo que les confiere enorme importancia a las naciones con mayor poder. Eso explica la frecuente inestabilidad que evidencian diversas regiones y la propensión al conflicto que es connatural a ese ámbito de las relaciones humanas.

Algo similar ocurre con los gobiernos que no cuentan con instituciones fuertes, pues ahí también suele privar la ley del más fuerte: una presidencia sin contrapesos, el crimen organizado y todas las personas e intereses que de facto gozan de impunidad.

Aunque las reglas del mundo internacional sean ambiguas e imposibles de hacerse cumplir, éstas existen y se encuentran debidamente codificadas porque los gobiernos tienen un interés en que se preserve el orden y se eviten conflagraciones bélicas injustificadas. Eso mismo también tiene lugar a nivel nacional, donde la combinación de reglas formales e informales constituye un marco de referencia para la vida política interna. Desde luego, mientras más informales sean las reglas, menos predecibles y más propensas a crear incertidumbre. Y ese es el asunto relevante para México.

México es un país dado a codificar reglas de manera natural, como si su mera existencia garantizara la convivencia y el progreso. Dice un viejo dicho que la edad de piedra no terminó porque se acabaran las piedras; lo mismo se puede decir de la propensión tan mexicana a pasar leyes, reformarlas y luego nunca cumplirlas. Lo que rara vez se contempla es el costo de tener tantas leyes, reglamentaciones y procedimientos, muchos de ellos contradictorios, que se ignoran cuando así conviene al jefe del ejecutivo en turno. Peor cuando se modifican esas leyes para justificar las acciones que el ejecutivo había decidido emprender de cualquier manera.

Pero nada de esto explica la peculiar forma en que se han avanzado diversas legislaciones en el gobierno actual. Lo típico en los sexenios es observar la manera en que comienzan con una plétora de iniciativas que luego intentan convertir en cambios en el plano de la realidad. Ese no ha sido el camino del actual gobierno, cuyas iniciativas de ley parecen surgir más de ocurrencias o, más típicamente, del súbito reconocimiento de que no las tiene todas consigo, por lo que se requieren nuevos instrumentos no para el bien general, sino para un propósito concreto y específico. Como si una serie de circunstancias, acciones y decisiones del momento cambiaran la realidad circundante, obligando a modificar el plano regulatorio.

Esa es mi hipótesis sobre el origen de las modificaciones emprendidas contra las instituciones electorales. Es bien sabido que el presidente culpa al IFE de su derrota en 2006 y que, desde entonces, alberga rencores que ahora se manifiestan en la legislación aprobada. Sin embargo, esta circunstancia era válida desde el primero de diciembre de 2018, momento en que hubiera sido más propicia una negociación seria respecto a lo que pudiera y debiera ser modificado. Una reforma a contracorriente y sin el menor interés por construir un consenso al respecto revela otras preocupaciones: una, la más probable, es una creciente falta de certeza respecto a un triunfo limpio en 2024. Otra posibilidad, que le escuché a Niall Ferguson en otra materia, es que “los gobiernos autoritarios son siempre temerosos de sus propias poblaciones.” Es decir, no es imposible que por más que el presidente presuma su popularidad, en su fuero interno dude de la lealtad de los votantes el día en que se vaya a elegir a su sucesor o sucesora. Ambos factores justificarían en la mente colectiva de Morena cualquier modificación que asegure un triunfo, independientemente de lo que prefieran los votantes o lo que logre articular la oposición.

De esta manera, lo que el presidente busca es legislar el triunfo del candidato/a de Morena en 2024, una versión más avanzada (pero también más primitiva) del viejo dedazo priista. ¿Para qué perder el tiempo en elecciones bien organizadas por parte de funcionarios profesionales cuando lo único importante es que los precandidatos de Morena se placeen sin limitación legal alguna y quien el presidente designe como corcholata ganadora sea de inmediato considerado/a Tlatoani, como en los viejos tiempos?

Desde esta perspectiva, tiene todo el sentido del mundo no sólo debilitar a las instituciones electorales, sino eliminarlas del todo. Y, ya entrados en gastos, podrían proseguir con la Suprema Corte y con el Poder Legislativo. Al fin, con una sola persona se resuelve todo.