Cuando el primer ministro David Cameron describió la actitud de Argentina frente a las islas Malvinas como “colonialista”, más de un historiador británico debe haber sonreído sotto voce. Aunque es probable que Cameron contara precisamente con que sólo los profesionales de la historia habrían de recordar los hechos. Por ejemplo, que las islas Malvinas son uno de los 16 “territorios no autónomos” supérstites, cuyo estatus es monitoreado por el Comité de Descolonización de Naciones Unidas. O que de esos 16 territorios no autónomos, diez son posesiones británicas. O que Gran Bretaña tomó posesión de las islas en 1833 tras expulsar bajo amenaza militar al destacamento argentino que se encontraba allí desde 1820. O que Gran Bretaña fue el mayor imperio colonial en la historia de nuestro mundo, llegando a ejercer gobierno sobre más de la quinta parte de la humanidad.
La razón por la que, según Cameron, la posición argentina sobre las Malvinas califica como colonialista, sería que no respeta el derecho a la autodeterminación de los pobladores de la isla. Por suerte para Cameron la Cuarta Convención de Ginebra (que prohíbe a un Estado desplazar a su propia población hacia territorios capturados por la fuerza) no había sido adoptada cuando comenzó la colonización de las Malvinas por súbditos británicos. Pero resulta irónico que ahora Gran Bretaña alegue que no tomará decisión alguna respecto a las Malvinas que no cuente con la anuencia de sus habitantes, cuando hasta la guerra de 1982 estos no le importaban lo suficiente como para concederles la ciudadanía: esta les fue otorgada recién a través de un acta aprobada por el parlamento británico en 1983. Por lo demás, si fuese una cuestión de principios, ¿por qué no concederle la misma prerrogativa a la población de los demás “territorios no autónomos” en posesión de Gran Bretaña? Tal vez por la misma razón por la que en 1997 negoció con China la soberanía sobre Hong Kong sin consultar con sus habitantes: la invocación selectiva del derecho a la autodeterminación sugiere que su aplicación es una cuestión de conveniencia antes que de principios.
Por lo demás, si fuese una cuestión de principios, ¿por qué no concederle la misma prerrogativa a la población de los demás “territorios no autónomos” en posesión de Gran Bretaña? Tal vez por la misma razón por la que en 1997 negoció con China la soberanía sobre Hong Kong sin consultar con sus habitantes: la invocación selectiva del derecho a la autodeterminación sugiere que su aplicación es una cuestión de conveniencia antes que de principios.
Si el lector desea leer relatos vívidos y fidedignos sobre lo que fue el colonialismo, puede remitirse a novelas como “El Corazón de las Tinieblas” de Joseph Conrad o “El Sueño del Celta” de Mario Vargas Llosa. Sí, esas son historias sobre el colonialismo belga, no británico, y este último podría considerarse benigno por contraste con las atrocidades de Leopoldo II. Pero el colonialismo belga se ejerció sobre el Congo con la abierta complicidad de las principales potencias europeas (incluida Gran Bretaña). Y el colonialismo británico también hizo en ocasiones méritos indubitables para alcanzar un sitial de honor en la historia de la infamia. A guisa de viñetas podríamos recordar la descripción que hace el Nobel de Economía, Amartya Sen, sobre el plácido navegar de barcos británicos llevando alimentos desde Irlanda hacia Inglaterra en la década de 1840, mientras los irlandeses que los producían soportaban la peor hambruna de su historia. O como cuando hicieron lo mismo en la India unas décadas después, la corona británica emitió el “Anti-Charitable Contributions Act” en 1877 que, en plena hambruna, prohibía “bajo pena de prisión cualquier donación caritativa que pudiera interferir con la fijación del precio de los granos por el mercado”.
Esos son hechos poco conocidos porque la selectividad en materia de derecho internacional se hizo extensiva al conocimiento de la historia. Recuerdo aún la repulsión que me produjo de joven leer el juramento de los Mau Mau en su lucha contra el colonialismo británico en Kenia: tras prometer que matarían a quien se le ordenara, sin parar mientes en su identidad, el miliciano juraba “cortar la cabeza al muerto, sacarle los ojos y beber el líquido que hay en ellos; matar especialmente a los europeos”. El juramento aparecía en el artículo de un columnista británico, el cual obviamente no contenía citas como esta: “Para cuando le corte las bolas, el tipo ya no tenía orejas y el ojo derecho colgaba fuera de su órbita”. Aunque la brutalidad en ambas citas sea similar, la diferencia es que la segunda proviene de un colono inglés en Kenia, según el libro “El Gulag Británico: el Brutal Fin del Imperio en Kenia” de Caroline Elkins. Y así como los Mau Mau singularizaban a los europeos como blanco de sus ataques, Elkins sostiene que hacia fines del colonialismo británico, los soldados tenían libertad para disparar contra quien juzgaran pertinente, “siempre y cuando fuera negro”. Y todo esto ocurrió durante la década de 1950, no en mazmorras medievales, mientras la población nativa era despojada de sus tierras, e internada por cientos de miles en campos de concentración.
Pero claro, solo una lectura selectiva de los hechos podía permitir que el colonialismo británico fuera presentado como una gesta civilizadora, para buena conciencia de los cultivados habitantes de la metrópoli.