El ingreso de Turquía a la Unión Europea ha ocupado un puesto importante en la agenda de la dirigencia política y económica turca por muchos años. Aunque las negociaciones formalmente comenzaron en el 2005, aún antes de esa fecha habían venido desarrollándose conversaciones informales en Bruselas. Con el correr de los años el acceso de Turquía al espacio europeo construido por la Unión Europea pasó de ser un objetivo político para convertirse en una prioridad de la sociedad entera.

Sin embargo, los obstáculos de este proceso han sido múltiples. Algunos gobiernos de la Unión Europea miran con recelo el ingreso de un gigante como Turquía anclado culturalmente en el mundo musulmán. Con sus 72 millones de habitantes, Turquía pasaría a convertirse en el segundo socio más poblado luego de Alemania. Turquía, por otro lado, no es precisamente una nación europea. Cierto es que una parte de su territorio se asienta en Europa, pero prácticamente toda su superficie se extiende en Asia Menor. Los lazos de Turquía con el viejo continente son innegables y su papel estratégico militar como miembro de la OTAN es clave para Occidente. Pero los factores que la separan de la Unión Europea no son insignificantes. Y luego está el problema de Chipre y la situación de los kurdos.

Pero probablemente el problema más serio de Turquía para acceder al club europeo ha sido la calidad de sus instituciones y el marcado autoritarismo de su sistema político. Las fuerzas armadas turcas, concretamente su ejército, por décadas han jugado un rol prominente hasta convertir al país en una dictadura disfrazada. Para la Unión Europea este ha sido probablemente el obstáculo más importante.

Asombrosamente, y gracias especialmente a la sagacidad del actual primer ministro Erdogan, la dirigencia política turca tomó este obstáculo para obtener el ingreso a la Unión Europea no como un problema o una ofensa sino como una oportunidad. Una oportunidad para democratizar sus instituciones políticas y desterrar los enclaves autoritarios insertados en el aparato estatal en los años en que los militares gobernaron el país directa o indirectamente.

En virtud de sus acuerdos constitucionales, a la Unión Europea le está prohibido entrar en asociaciones económicas o comerciales de largo plazo con naciones gobernadas por sistemas políticos autoritarios. Entre las exigencias están el respeto por la democracia, la alternancia en el poder, separación de la religión de la política, vigencia de libertad de expresión, garantías a la oposición, y otras similares.

Es precisamente la transformación que ha venido ocurriendo en Turquía en la última década y media. Así, por ejemplo, una de las instituciones que viene reformándose a profundidad es la Función Judicial. En este año deberá implementarse el tercer paquete de reformas solicitadas por la Unión Europea para ajustar el sistema judicial turco a los estándares europeos. Y como este hay muchos ejemplos.

Pero es en la relación religión-política donde Turquía ha demostrado una admirable madurez. Su ejemplo rompe enraizados paradigmas políticos. En su visita a Turquía el presidente Correa encontrará ciertamente a una nación embarcada en profundos cambios.

*Esta columna fue publicada originalmente en ElUniverso.com.