Max Weber, el sociólogo alemán, afirmó que la modernidad –“el destino de nuestro tiempo”- consiste en el avance de la racionalidad y el repliegue del misterio, lo que él denominó como la “desilusión del mundo.” La modernización implicaba, en su concepción, el abandono de la magia para incorporar la racionalidad en la toma de las decisiones y a la burocracia para implementarlas.

A partir de la Revolución, el gobierno mexicano fue avanzando la formalización de las estructuras políticas, gubernamentales y burocráticas, racionalizando la toma de decisiones e incorporando mecanismos de predictibilidad sobre todo en lo relativo a la conducción económica. Es así como surgieron instituciones como el Banco de México, las entidades regulatorias en materia de seguros, valores y, eventualmente, energía e información. El mismo objetivo se persiguió a través de la negociación de tratados internacionales y líneas de crédito, así como la membresía en organismos multilaterales de diversa índole. Se trataba de un proceso de institucionalización que reconocía de entrada la trascendencia de informar y proveer claridad de rumbo tanto a la ciudadanía como a los agentes económicos. Contar con información y reglas del juego transparentes afianza la confianza de la población al tomar decisiones, sobre todo en la era de infinitas alternativas.

El objetivo: consolidar el desarrollo de la economía y garantizar su continuidad más allá de los altibajos normales de los mercados, cambios de gobierno y situaciones imprevistas. La premisa de partida era que ningún gobierno atentaría contra lo que es “racional” en el sentido de Weber: permanencia y predictibilidad en las decisiones gubernamentales.

Los acontecimientos recientes en materia tanto económica como de seguridad en el país hacen claro que la racionalidad weberiana no es parte del herramental y lógica del presidente López Obrador. Desde su perspectiva, el sistemático deterioro de los indicadores económicos y la creciente violencia en el país son evidencia insuficiente (y quizá innecesaria en su visión) de la inoperatividad de la estrategia tanto económica como de seguridad. Su racionalidad es otra y no se apega a los cánones tradicionales tanto de México como del resto del mundo.

Ningún gobierno en el siglo XXI puede imponer sus reglas y avanzar el desarrollo. Es uno o lo otro. Hasta ahora, ha contado con la venia de la ciudadanía; cuando eso cambie, no tiene idea lo que le espera.

La nueva racionalidad es política y parte del rechazo no sólo todo lo que se ha ido acumulando en materia legislativa y en las decisiones gubernamentales de las últimas cuatro décadas, sino de la forma en que se transformó el mundo en ese mismo periodo. Para el gobierno actual, los cambios en materia de estrategia económica, lo que el presidente llama, de manera peyorativa, “las reformas,” fueron resultado de decisiones internas por consideraciones ideológicas y no como consecuencia de alteraciones que fue experimentando el mundo, producto de la liberalización del comercio, la transformación en la forma de producir y la explosión de la información (y su accesibilidad), todo ello debido principalmente a la tecnología. México es un país soberano y no debe apegarse a estándares ajenos a su historia.

Desde esta perspectiva, la nueva racionalidad que guía las decisiones gubernamentales rompe de manera dramática con el pasado reciente toda vez que el gobierno actual asocia apertura con corrupción, tecnócratas con elitismo y cualquier contrapeso con abuso. En esta lógica, México no ha experimentado una transformación democrática, sino un creciente desorden que tiene que ser controlado. La “vieja” constitución debe ser substituida por un constituyente que garantice la democracia, entendida ésta como un deslinde de los poderes fácticos que sólo han traído sufrimiento, desigualdad y opresión. Por lo tanto, el actual gobierno no ganó una elección democrática y limpia, sino que tomó el poder y cuenta con el mandato y la obligación de transformar al país, lo que implica, para comenzar, el desmantelamiento de todas las estructuras e instituciones que acotan y limitan al poder presidencial y, por lo tanto, impiden la consolidación de ese nuevo Estado democrático.

En términos llanos, al gobierno no le angustia el deterioro que caracteriza a la economía o el sufrimiento que experimenta la población por la creciente inseguridad. Sus objetivos “superiores” trascienden estas mediciones y preocupaciones elitistas y conservadoras.

Quienes dudan de la nueva racionalidad o de las estrategias que sigue el gobierno son parte de esa oposición moralmente derrotada y, por lo tanto, no gozan de legitimidad alguna. Es el gobierno quien establece las reglas del juego (como la de que las decisiones económicas deben subordinarse a las políticas) y, más importante, es el presidente quien define el rasero bajo el cual se van a evaluar los resultados de su gestión. Con este criterio, medidas como el crecimiento económico, la inflación o el número de muertos son unidades inadecuadas para determinar el grado de avance o retroceso del gobierno. Lo que ocurra fuera de México y las alternativas con que cuenten los ciudadanos o inversionistas son irrelevantes.

Ningún gobierno en el siglo XXI puede imponer sus reglas y avanzar el desarrollo. Es uno o lo otro. Hasta ahora, ha contado con la venia de la ciudadanía; cuando eso cambie, no tiene idea lo que le espera.