Según encuesta de Datanálisis de marzo de 2021, Nicolás Maduro tenía una intención de voto de 12% de cara a las próximas elecciones presidenciales. Presumo que no preciso explicar al lector por qué ese sería el caso: dada la debacle monumental en que ha sumido a su país el régimen chavista, si acaso podría llamar la atención que aún tenga un respaldo de dos dígitos.

Pues bien, si podemos estar de acuerdo en que, aun controlando todos los poderes del Estado y la mayor parte de la prensa, Maduro no es capaz de persuadir a la mayoría de sus compatriotas de las bondades de sus propuestas, ¿qué lógica tendría suponer que sí puede persuadir a cerca del 80% de los colombianos o de los chilenos? Porque esa era la proporción de ciudadanos que, en un inicio, respaldó las protestas y se opuso a la reforma tributaria de Duque en Colombia, o que respaldó la elección de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución en Chile. En el caso peruano, por lo demás, desde la campaña de Keiko Fujimori apelaron a editar un video en el que Nicolás Maduro se refería a las manifestaciones contra Manuel Merino de 2020, para hacerlo pasar como un respaldo a la candidatura de Pedro Castillo en 2021. La maniobra propició que el propio Castillo creyese necesario hacer un deslinde tanto con Maduro como con el chavismo.

¿Sostengo acaso que no existen intentos por parte del chavismo de influir en la política regional? Por supuesto que no. Pero sí sostengo que más de un gobernante prefiere atribuirle a Maduro poderes sobrenaturales antes de admitir que su país tiene algunos problemas seculares y otros que son producto de su mala gestión del gobierno. Por ejemplo, según el FMI, mientras en 2020 la economía mundial cayó en un 3%, la de América Latina y el Caribe lo hizo en un 7%. Y en mayo pasado un 31% de las muertes por COVID-19 a nivel mundial tuvieron lugar en nuestra región, pese a que sólo representa un 8,4% de la población mundial. ¿No tendrá eso algo que ver con el malestar político que observamos a nivel regional?

Sí, existe evidencia de los intentos del chavismo por influir en la política regional. En 2006, por ejemplo, un Hugo Chávez cerca de la cúspide de su popularidad y poderío económico intentó influir en forma pública y desembozada en las elecciones peruanas de ese año. No sólo hizo partícipe de actos públicos en Caracas al candidato de sus preferencias (Ollanta Humala), sino que además prodigó múltiples improperios contra sus rivales: Lourdes Flores y, sobre todo, Alan García. En aquel entonces, por añadidura, existían en Perú Casas del ALBA y Misiones (que es como se denomina a las políticas sociales del gobierno venezolano), auspiciadas por el propio Chávez. Y aun así Ollanta Humala perdió esa elección. No sólo no vimos una injerencia comparable en la elección de este año, sino que además resulta inverosímil creer que un Nicolás Maduro que jamás tuvo la popularidad de Chávez y que no cuenta ni por asomo con los recursos con los que contaba su mentor, haya tenido éxito allí donde aquel fracasó.

Podemos ver el mismo asunto desde otra perspectiva. Sabemos por fuentes tales como documentos oficiales desclasificados o investigaciones del Congreso estadounidense, que el gobierno de los Estados Unidos ha intervenido en reiteradas ocasiones de manera directa en la política regional (por no mencionar, hasta 1989, los casos de invasión militar). Si, pese a ello, la mayor potencia mundial no pudo evitar el surgimiento de gobiernos de izquierda en buena parte de nuestra región en la primera década de este siglo, ¿realmente cree que el gobierno en bancarrota de un país relativamente menor podría tener mayor influencia que el gobierno de los Estados Unidos?