En su artículo del 20 de junio “No le quiten el cuerpo a la jeringa”, Mario Vargas Llosa sostiene, citando a Lourdes Flores, que la felicitación al gobierno peruano de la Misión de Observación Electoral de la OEA por unas elecciones limpias, “fue un tanto apresurada y, como ella dijo, ‘muy diplomática’”.
Esa conclusión es discutible por varias razones. La principal es que, cuando creen detectar graves irregularidades, los informes de las Misiones de la OEA son cualquier cosa menos diplomáticos. Por ejemplo, la Misión de la OEA en Honduras en 2017, concluyó que “El cúmulo de irregularidades y deficiencias son tales que no permiten a la misión tener plena certeza sobre los resultados”. Y la Misión de la OEA en Bolivia en 2019 concluyó que “Las manipulaciones e irregularidades señaladas no permiten tener certeza sobre el margen de victoria del candidato Morales sobre el candidato Meza”. Por cierto, no es necesario apelar al caso de otros países para constatar lo dicho: en 2000, cuando Alberto Fujimori intentó una segunda reelección, la Misión de la OEA en nuestro país concluyó que, “de acuerdo a los estándares internacionales, el proceso electoral peruano está lejos de ser considerado como libre y justo”. Es decir, cabría presumir que la razón por la cual la Misión de la OEA felicitó al gobierno peruano por unas elecciones limpias no sería un prurito diplomático, sino la convicción de que, como establece su informe preliminar, “no ha detectado graves irregularidades”. Precisamente porque las Misiones de la OEA no son meras representaciones protocolares, el Congreso nicaragüense, bajo control del dictador Daniel Ortega, prohibió la presencia de observadores electorales independientes en las elecciones generales de noviembre próximo.
En el caso peruano, por ejemplo, la Misión de la OEA contó con 33 integrantes a los que asistieron 200 personas que recopilaron información en 10 regiones del país, además de cinco ciudades en el exterior. Por lo demás, las conclusiones del informe preliminar de la OEA fueron ratificadas en un informe posterior del 24 de junio, y coinciden a cabalidad con aquellas a las que arribaron todas las demás entidades de observación electoral. Por eso, basado tanto en esos informes como en sus propias fuentes, el gobierno de los Estados Unidos también felicitó a las autoridades peruanas por “administrar con seguridad otra ronda de elecciones libres, justas, accesibles y pacíficas”, a las que calificó, además, como “un modelo de democracia para la región” (cosa de la que no se habría enterado si su única información sobre el pronunciamiento fuesen los titulares de medios como Perú21, Gestión o RPP). Al escribir estas líneas, la Unión Europea y el gobierno de Canadá también emitieron pronunciamientos similares.
Hoy quienes, como Lourdes Flores, descalificaron el informe preliminar de la Misión de la OEA, exigen que esa misma Misión realice una auditoría electoral, como ocurrió en Bolivia en 2019. Pero recordemos dos cosas respecto al caso boliviano. La primera es que la auditoría internacional no es un mecanismo contemplado en la legislación electoral boliviana (y, para el caso, tampoco en la peruana): esa auditoría fue producto de un acuerdo político, no de un recurso legalmente exigible. La segunda cosa a recordar es que ese acuerdo político fue producto de las graves irregularidades en el proceso electoral que, como vimos, reportó la propia Misión de la OEA en Bolivia. A diferencia de su par boliviano, la Misión de la OEA en el Perú sigue activa y en informes sucesivos no encontró evidencia alguna de graves irregularidades que pudiesen justificar el pedido de una auditoría.
Paradójicamente, mientras la izquierda boliviana vuelve a referirse a la OEA como el “Ministerio de Colonias” de Estados Unidos, esta fue acusada de un sesgo progresista en Honduras y Perú, para, finalmente, convertirse en el recurso postrero de los conservadores peruanos.