En octubre pasado un profesor francés fue asesinado por mostrar unas caricaturas de Mahoma a sus alumnos. En respuesta, el presidente francés, Macron, declaró que “nada nos hará retroceder jamás” en la defensa de la libertad de expresión. A su vez, el presidente turco, Erdogan, llamó a un boicot de productos franceses por la defensa que Macron hizo entonces del derecho a publicar imágenes blasfemas. Lo cual, a su vez, suscitó gestos espontáneos de solidaridad con el gobierno francés, como un editorial de la revista The Economist cuyo título sostenía que “Francia hace bien en defender la libertad de expresión”, añadiendo en el subtítulo que “nadie tiene el derecho a no ser ofendido”.

Creo, en principio, que el Estado francés hace bien en no ceder ante el chantaje de un terrorismo de inspiración yihadista que asesinó a más de 250 personas en su territorio desde 2015. En particular cuando lo que está en juego es un derecho que, como el de la libertad de expresión, es consustancial a todo régimen democrático. Creo, además, que las declaraciones del presidente turco no sólo son inflamatorias, sino además demagógicas. De un lado, el presidente del Consejo Francés de Culto Musulmán, Mohammed Moussaoui, no sólo criticó su pedido de boicot sino que, además, llamó a quienes comparten su fe a “defender los intereses” de Francia, “un gran país donde los musulmanes no son perseguidos”. De otro, porque si la preocupación de Erdogan fuese la persecución religiosa, se habría pronunciado sobre la represión masiva contra los musulmanes de la región de Xinxiang en China antes que sobre la publicación de unas caricaturas en Francia.     

Dicho todo lo cual, el tema no es tan simple como sugiere el primer párrafo de este artículo. Porque, como revelan las protestas contra el proyecto de Ley de Seguridad propuesto por el gobierno de Macron, en Francia no sólo existen restricciones a la libertad de expresión, sino que estas no se limitan a aquellas propias de todo Estado de derecho (nadie tiene, por ejemplo, derecho a difamar a terceros). Ese proyecto restringe el derecho a difundir imágenes de las fuerzas del orden en el ejercicio de sus labores. Ello en un contexto en el cual la prensa difundía imágenes de maltratos que esas fuerzas habían propinado a integrantes de minorías étnicas. Según los organizadores de la protesta, “este proyecto de ley pretende restringir la libertad de prensa, la libertad de informar y de ser informado, la libertad de expresión”. Según la agencia DW, el artículo 24 del texto castiga con un año de cárcel y multas de hasta € 45.000 la difusión "malintencionada" de imágenes de las fuerzas del orden. Es decir, penaliza la intención que tendría quien realiza el acto, no el acto en sí.

Lo cual se presta a interpretaciones discrecionales al igual que ocurre, según Amnistía Internacional, con una ley de 2014 que convierte en ofensa criminal la “apología del terrorismo” (según esa organización, la ley define ese delito de manera imprecisa, lo que la convierte en una amenaza contra la libertad de expresión). Prueba del empleo discrecional de la norma es el hecho de que, tras los atentados terroristas contra la revista Charlie Hebdó en 2015, un menor de edad fuera detenido por parodiar una carátula de esa publicación. Las caricaturas habrían sido idénticas de no mediar un solo cambio: en lugar de un islamista egipcio siendo acribillado a través del Corán (carátula que aludía a una masacre real), la parodia representaba a un periodista de Charlie Hebdó siendo acribillado a través de esa misma edición de la revista. No queda claro por qué una de esas caricaturas estaría amparada por el derecho a la libertad de expresión, pero la otra no.

 Las restricciones a la libertad de expresión en Francia, por cierto, no se limitan a los ejemplos descritos.