Durante los últimos años, ha quedado en evidencia la relevancia y necesidad de una correctaformación financiera a la hora de impulsar los cambios sociales, económicos y financieros que laspersonas hoy demandan a sus gobernantes. Es de común acuerdo que, para alcanzar un nivel debienestar social digno y equitativo para la población de un país, se requiere de la implementaciónde un set de medidas que apunte al desarrollo económico de este. Pero sin embargo, es aún másimportantequeestesetdemedidasseainternalizadoycomprendidoporquienesloejecutan. Delocontrario, volveremos a caer en soluciones “de libro” idílicas que nunca encontrarán un norte en larealidad.

Luego de algunos años de estudios académicos, intensos debates entre entes reguladores a nivel mundial, foros regionales e iniciativas para su constante monitoreo, los gobiernos de la región, han visto en las políticas de educación financiera una que, a medida es más fuerte, mayor es su impacto en la inclusión financiera de la población y en la estabilidad del Sistema Financiero (AFI, 2013). A pesar de las condiciones económicas y sociales que difieren entre las economías latinoamericanas, es posible identificar la necesidad de educación financiera, por lo que, educar a la sociedad e incidir en el marco normativo de un país se vuelve clave para generar un cambio significativo.

Una ciudadanía mejor educada en temas económicos y financieros no solo puede contribuir al mejor funcionamiento de la economía, sino también a que las políticas públicas sean más efectivas. Al empoderar a las personas para que tomen decisiones más informadas, se incrementa la probabilidad de que dichas decisiones sean mejores y, a su vez, que los ciudadanos sean capaces de controlar su futuro financiero, lo cual tiene un claro impacto positivo sobre su bienestar (Diana Mejía, 2021)

Ahora bien, hemos visto en los últimos 10 años en América Latina que el factor tecnológico ha tenido un rol protagónico en el comportamiento y flujo de decisiones financieras de las personas naturales. Es impresionante como la era digital ha llevado de manera intempestiva a las personas a una toma de decisiones mucho más compleja que la de elegir un producto bancario por sobre otro. Hoy los usuarios de aplicaciones de consumo masivo, fintech, entretenimiento, entre varias otras, firman y aceptan acuerdos de intermediación de flujos de recaudación y pago, membresías con descuentos automatizados en sus tarjetas bancarias, apertura de billeteras digitales para realizar compras internacionales, short agreements para el envío de divisas al extranjero, mandatos con terceros (repartidores de delivery) para recoger productos en algún comercio, entre tantos otros ejemplos que podemos destacar.

Es ese sentido, parece evidente la necesidad de ampliar el alcance y monitoreo de nuestra formación financiera a uno que considere el factor tecnológico, es decir, que permita desenvolverse en un ambiente digital donde se toman nuevas responsabilidades y se resguardan los derechos del consumidor.

Una persona educada financieramente es aquella que como mínimo es consciente de su plan de pensiones, tiene la capacidad de endeudamiento, posee mecanismos de ahorro e inversión, resiliencia y vulnerabilidad financiera. No obstante, lo anterior hoy en día se convierte en un “desde” muy lejos de ser suficiente. Un individuo exitosamente formado entiende de todo lo anterior y de su rol en ecosistemas digitales en los que participa, distinguiendo claramente cuales son su derechos y responsabilidades.