Cuando la esposa del entonces presidente Bush esgrimió los derechos de la mujer para justificar la invasión de Afganistán, el feminismo estadounidense se dividió en torno al tema. Así, mientras organizaciones como Feminist Majority Foundation hicieron suyo ese argumento, el denominado feminismo interseccional lo consideró la racionalización de una decisión tomada por otros motivos.

El de interseccionalidad es un concepto que surge en Estados Unidos. en la década del 80 sobre todo entre feministas latinas y afroamericanas. Criticaba a la corriente principal del feminismo estadounidense por su énfasis excluyente sobre la discriminación o subordinación de las mujeres por razones de género, ignorando que gran parte de ellas también padecen discriminación o subordinación por etnicidad, estatus migratorio, orientación sexual, clase social, entre otras causas. Esa omisión reflejaría la agenda de mujeres con un perfil social particular: blancas, de estratos medios, occidentales y heterosexuales.

Que hubiese necesidad de relievar eso resulta paradójico si se recuerda que las pioneras del movimiento feminista tenían clara la relación entre esas diversas causas. Así, por ejemplo, Bertha Von Stuttner, la primera mujer en obtener el Premio Nobel de la Paz en 1905 por sus campañas antibelicistas, era también una connotada sufragista. Y, como recordaba la pionera del sufragismo estadounidense, Elizabeth Stanton, “Los movimientos sufragistas de Inglaterra y Estados Unidos tienen una fecha de inicio en común: la convención mundial antiesclavista de 1840”. Pero también es cierto que, tiempo después, algunas sufragistas estadounidenses cambiaron la reivindicación del sufragio universal por la del “sufragio igual” (es decir, igual para hombres y mujeres blancos).

La antropóloga Saba Mahmood fue parte de quienes extendieron ese debate al caso afgano, al formular la siguiente pregunta: “¿Por qué las condiciones de guerra, militarización y hambruna fueron consideradas menos lesivas para las mujeres que la falta de educación, empleo y, en la campaña mediática, los códigos de vestir?” Su respuesta fue que los estragos causados por guerras y hambrunas no suscitaron el mismo interés porque no necesariamente tenían en forma deliberada a las mujeres como víctimas. Es decir, no eran casos de victimización por razones de género.

Obtuvimos evidencia en favor de esa respuesta a través de la investigación del periodista Anand Gopal, publicada este año con el título de “Las Otras Mujeres Afganas” en la revista estadounidense The New Yorker. Reconociendo la notable mejoría en los derechos de las mujeres que vivían en grandes ciudades, Anand recuerda que el 70% de las mujeres afganas viven en zonas rurales. Y, como indica el subtítulo de su artículo, “En las zonas rurales, el asesinato incesante de civiles hizo que las mujeres se decantaran contra los ocupantes que decían ayudarlas”. Anand revela que, en promedio, las mujeres a las que entrevistó en el sur del país perdieron entre 10 y 12 familiares. La mayoría de ellos no murieron a manos de las fuerzas de ocupación, pero sí de sus aliados locales, sean estos las fuerzas oficiales o los señores de la guerra.

Esos últimos son una muestra de los objetivos en conflicto que perseguían los Estados Unidos en Afganistán. Decían, por ejemplo, querer construir un Estado estable y democrático, pero, simultáneamente, vulneraban el monopolio del uso legítimo de la violencia (que define a un Estado moderno), permitiendo el regreso al país de esos señores de la guerra. Estos dirigían grupos irregulares armados que se financiaban a través de actividades criminales como el narcotráfico y la extorsión de la población local, y que colocaron sus tropas al servicio del mejor postor. Durante dos décadas de ocupación ese fue el gobierno de los Estados Unidos, pero, cuando este comenzó a retirar sus tropas del país, tanto los señores de la guerra como parte de las fuerzas oficiales pusieron sus armas al servicio del único postor supérstite: el movimiento Talibán.