Entre 1979 y 2003, la de Sadam Husein fue una de las dictaduras que más crímenes de guerra y de lesa humanidad cometió a nivel mundial. Es comprensible por ende que, cuando Husein negó poseer armas de destrucción masiva, muchos prefirieran creer a gobernantes democráticos como George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar cuando sostuvieron lo contrario. Y, sin embargo, resultó que el dictador iraquí decía la verdad, y fueron los gobernantes democráticos quienes mintieron al sostener que tenían pruebas concluyentes de que Husein poseía armas de destrucción masiva.

Menciono el caso porque, salvando las distancias, algo parecido ocurriría con el presidente ruso Vladimir Putin. En mi opinión, algunas acciones tanto de los separatistas como de Rusia durante la segunda guerra chechena podrían calificar como crímenes bajo el derecho internacional (diría lo mismo, por cierto, de algunas acciones de Estados Unidos y el Reino Unido en Irak). Creo también que la reciente proscripción del grupo de derechos humanos Memorial evidencia un autoritarismo creciente en Rusia. Creo, por último, que la anexión de Crimea por parte de Rusia violó tanto la Carta de las Naciones Unidas como el Memorándum de Budapest.

Pero fueron los gobiernos de las principales potencias democráticas, y no el gobierno ruso, quienes mintieron sobre el compromiso de no expandir la principal alianza militar del mundo (la OTAN), en dirección hacia las fronteras de Rusia. Durante un cuarto de siglo esos gobiernos tendieron a negar haber asumido tal compromiso, hasta que en 2017 documentos oficiales desclasificados demostraron no sólo que existió, sino además que fue asumido por todos los jefes de gobierno de las principales potencias de la OTAN (George H. W. Bush, Helmut Kohl, François Mitterrand y Margaret Thatcher). Y algunos indicios sugieren que el gobierno estadounidense no tenía mayor intención de cumplirlo. Por ejemplo, la filtración a la prensa en 1992 del documento que daría lugar a la denominada “Doctrina Wolfowitz”, según el cual, aún bajo el gobernante más cercano a occidente que tuvo Rusia en más de un siglo (Boris Yeltsin), Estados Unidos seguían considerando a ese país su principal rival estratégico a nivel mundial.  

La OTAN no sólo se expandió para incorporar antiguos aliados soviéticos del Pacto de Varsovia, sino que incorporó además a exrepúblicas de la Unión Soviética. Y en la Declaración de la Cumbre de Bucarest, en abril de 2008, la OTAN “da la bienvenida a las aspiraciones Euro-atlánticas de Ucrania y Georgia”, y acordaba que “esos países se convertirán en miembros de la OTAN”.

Es decir, países que albergan minorías rusas y que tienen fronteras con Rusia. Claro, podría haberse dicho lo mismo de las ex repúblicas soviéticas de Estonia y Letonia cuando se incorporaron a la OTAN. Pero, además de las diferencias históricas (en particular con Ucrania), en 2008 Rusia ya no se encontraba en un estado de postración ni tenía a un presidente complaciente con las potencias occidentales, como Yeltsin.  

Hay quienes sostienen que el compromiso antes mencionado fue con la Unión Soviética, no con Rusia. Pero la Unión Soviética fue siempre gobernada desde Moscú y fue Rusia quien asumió los derechos y obligaciones de ese país cuando desapareció (por ejemplo, la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y los acuerdos de limitación de armas estratégicas).

Algunos historiadores hacen notar que, durante sus siglos de historia, Rusia jamás fue una democracia. La implicación sería que Putin es un producto de la historia de su país. Pero, hasta la adopción del sufragio universal hace poco más de un siglo, en sentido estricto, jamás existió una democracia representativa en ninguna parte del mundo. Sin negar el influjo de la historia, un liderazgo irredentista como el de Putin es también consecuencia de la conducta de las potencias occidentales hacia Rusia.