Chile es, desde hace 20 años, un país de inmigrantes. Si bien el saldo migratorio global sigue siendo positivo en favor de los chilenos que viven en el extranjero (estimados en 850.000), frente a los inmigrantes que residen en el país (352.000 según estimación del Instituto Nacional de Estadísticas), el flujo migratorio hacia Chile entre 1990 y 2000 fue cuatro veces mayor que el flujo de chilenos al exterior.
Durante esa década llegaron en torno a los 200.000 extranjeros y salieron del país cerca de 50.000 chilenos. Lo que nos deja un saldo para el período de 150.000 inmigrantes más que emigrantes. Si aún hay más chilenos viviendo en otros países que extranjeros viviendo en Chile, es consecuencia del exilio político de las décadas del 70 y 80, y no de la dinámica migratoria que está implicado el país actualmente.
A pesar de haberse convertido en un “país de inmigrantes”, receptor de un número cada vez mayor y más heterogéneo de personas provenientes fundamentalmente de países de la región, el Estado chileno está lejos de asumir esta nueva realidad desde una perspectiva democrática y orientada a la inclusión social. Prueba de ello es que los dos instrumentos vigentes que regulan la política nacional en materia de inmigración son la Ley Migratoria de 1975 y el Reglamento de Extranjería 1984, firmados el primero por la Junta Militar y el segundo por Augusto Pinochet y su entonces ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa. Más allá de los reparos que puede generar este sólo hecho, me interesa destacar dos limitaciones significativas para el desarrollo de una política migratoria inclusiva.
Primero, la regulación vigente fue concebida desde la lógica de seguridad interior del Estado, la que reduce el problema migratorio al control fronterizo y desconoce totalmente la dimensión de la integración de los inmigrantes una vez que han ingresado a la sociedad. Un inmigrante desde este punto de vista es una persona que ha atravesado la frontera, y no alguien que se ha incorporado a las distintas dimensiones de la sociedad: trabajo, servicios y espacios públicos, vivienda, etc., en condiciones generalmente precarias y en cualquier caso, desiguales respecto de la población nacional.
Si consideramos que la singularidad del flujo migratorio hacia Chile es posterior a la normativa existente para regularlo, no nos queda más que reconocer que en términos institucionales, este país está en deuda con estos trabajadores y sus familias, que de hecho ya forman parte de la sociedad.
En segundo lugar, la ley y el reglamento que regulan la inmigración son respectivamente 20 y diez años anteriores a la actual configuración de la sociedad chilena como lugar receptor de inmigrantes, y anteriores por cierto al flujo migratorio contemporáneo. Es una normativa compuesta por instrumentos que son anteriores a la presencia misma de estos inmigrantes particulares que requieren por tanto políticas públicas que atiendan a su especificidad.
Pero ¿cuáles son los rasgos específicos de estos inmigrantes? Sólo por mencionar los que más resaltan digamos que estamos ante una inmigración intraregional, de motivación esencialmente económica proveniente de contextos en crisis, que se ocupa en empleos de baja cualificación, aún cuando sus niveles de escolaridad medios son en general mayores que la media nacional chilena.
Al respecto, cabe mencionar que, según datos de la encuesta Casen 2009, la escolaridad media de los chilenos es de 11,1 años de estudio, frente a los 11,6 de colombianos, 11,8 de peruanos, 12,5 de argentinos y 13 de ecuatorianos.
Por otra parte, el flujo migratorio hacia Chile tiene un fuerte componente femenino y ya es incipiente la segunda generación, al menos en el colectivo peruano. Por último, no puede dejar de obviarse la incipiente formación de comunidades transnacionales, que marca la emergencia de nuevas prácticas sociales que requieren también atención específica por parte del Estado.
Si consideramos que la singularidad del flujo migratorio hacia Chile es posterior a la normativa existente para regularlo, no nos queda más que reconocer que en términos institucionales, este país está en deuda con estos trabajadores y sus familias, que de hecho ya forman parte de la sociedad. La necesidad de pensar una política migratoria democrática pasa antes que nada por asumir que estamos ante un proceso social creciente e irreversible, que está empujando por la fuerza de los hechos hacia una reconfiguración de la comunidad política, la estructura social y la cultura de esta sociedad receptora.
De manera que, o bien el Estado asume de frente los desafíos que esta nueva realidad le impone, o la desconoce y sigue moviéndose a contracorriente del momento histórico que vive la sociedad. La consecuencia que tiene esto último es la mantener en la exclusión social y en una situación de discriminación arbitraria a unas personas que se han convertido en los agentes centrales de uno de los cambios sociales más relevantes para la sociedad chilena de principios del siglo XIX. Lo primero, al contrario, conduce hacia una ampliación del espacio público y hacia el fortalecimiento de la democracia, a partir del reconocimiento social de la nueva realidad y el reconocimiento político de estos nuevos residentes como nuevos ciudadanos.