Según un tuit que se tornó viral, en el año 2192 el primer ministro británico vuela a Bruselas para solicitar una nueva ampliación de la fecha fatal para la salida del Reino Unido de la Unión Europea. “Nadie recuerda donde se originó esa tradición, pero cada año atrae muchos turistas provenientes de todos los confines de la Tierra.” La compleja negociación que ha caracterizado a estas dos entidades, Inglaterra y la Unión Europea, se presta a toda clase de mofas porque refleja una profunda institucionalidad que ha requerido seguir pasos, procedimientos, cuerpos colegiados y votos parlamentarios y de las diversas instancias legislativas y judiciales de cada una de las partes. Esa institucionalidad, como sugiere el tuit, puede ser paralizante, pero tiene la virtud de conferir estabilidad y predictibilidad a la vida cotidiana y a las decisiones que cada persona y familia, en todas sus facetas, realizan a lo largo de sus días.

La materia constitucional es un ejemplo sugerente: en México, los cambios constitucionales han sido, históricamente, un deporte sexenal en el que, como vimos con las reformas del sexenio pasado, los gobernadores competían para ser los primeros en lograr que sus legislaturas aprobaran las enmiendas que quería el presidente, para quedar bien con él. El objetivo no era el propósito de la reforma, sino refrendar la autoridad del presidente. En este sexenio el proceso se ha refinado, pues ya ni siquiera son necesarios los gobernadores, dada la mayoría que Morena comanda en diecinueve de las entidades: basta una instrucción para que se apruebe la disposición enviada por el ejecutivo federal.

En contraste, en países con gran institucionalidad el proceso de enmienda constitucional es extraordinariamente difícil. En Dinamarca, por ejemplo, una modificación constitucional requiere, primero, la aprobación del parlamento, posteriormente una elección parlamentaria y luego el voto del nuevo parlamento. En adición a lo anterior, se requiere del apoyo de por lo menos el 40% de la población en un referéndum entre toda la población en condiciones de votar. Es decir, se trata de un proceso engorroso, tardado e incierto, diseñado precisamente para que cualquier cambio constitucional que se realice goce de amplio apoyo popular y no de la imposición partidista, gubernamental o burocrática.

En India, un país enorme, relativamente pobre, y de extraordinaria complejidad, pero profundamente democrático, el avance de una iniciativa de ley requiere innumerables procedimientos y capas políticas y burocráticas, lo que garantiza amplio apoyo político y, por lo tanto, legitimidad y permanencia. Esas estructuras dificultan el actuar de los presidentes y primeros ministros, pero garantizan la estabilidad de los ciudadanos.

Desde luego, una parte de esa serie de estructuras está integrada por intereses particulares que se escudan detrás de procedimientos y mecanismos diseñados meramente para protegerse a sí mismos y son esos los que el presidente López Obrador quiso eliminar con los despidos masivos en las secretarías que tuvieron lugar al inicio del sexenio. Sin embargo, al menos en la teoría, las estructuras que rodean al actuar gubernamental en un sistema de poder dividido (donde los poderes legislativo, ejecutivo y judicial están separados) deben funcionar como pesos y contrapesos para asegurar que ninguno pueda abusar o extralimitarse.

En la era priista siempre se habló de México como un país altamente institucionalizado, afirmación que se derivaba de la forma en que se conducían los asuntos públicos, la disciplina que mostraban los políticos y el cumplimiento de los procedimientos. El tiempo probó que la supuesta institucionalidad era un mito, pues tan pronto se colapsó la presidencia dura, con todos los instrumentos de control, persecución e imposición con que contaba, desapareció el apego a las formas, la obediencia a las órdenes superiores, la subordinación de políticos, gobernadores y ciudadanos a la presidencia y, sobre todo, el respeto a los procedimientos y reglas formales.

De un país que parecía estrictamente apegado a ciertas reglas del juego (las más relevantes siempre “implícitas”), pasamos a ser una sociedad sin reglas, sin auto disciplina y con infinidad de grupos y personas dispuestas a emplear cualquier método para avanzar sus intereses y objetivos. Ahora hemos vuelto al sistema de imposición personal.

La debilidad institucional que caracteriza a México hizo posible grandes y trascendentes reformas entre los ochenta y el 2018, pues el poder presidencial, empleando métodos cambiantes según el momento y circunstancias, resultó ser suficiente para modificar el régimen legal en formas que los europeos o estadounidenses jamás hubieran podido lograr. La gran ventaja de la falta de institucionalidad fue precisamente esa: el gobierno podía actuar con determinación tanto para avanzar sus proyectos como para responder ante circunstancias excepcionales, como fueron las crisis de hace algunas décadas. De la misma manera, la debilidad institucional ha hecho posible desmantelar todo lo que el presidente actual ha querido.

La permanencia sólo se garantiza por instituciones sólidas, requisito esencial de la civilización y de la democracia.