“Pobre vieja Alemania. Demasiado grande para Europa, demasiado pequeña para el mundo”. La observación es de Henry Kissinger, y probablemente tenía razón desde la óptica de la “Realpolitik” que dominó por décadas el escenario de la posguerra, y en la que el exsecretario de Estado de los Estados Unidos se siente un pez en el agua. Sin embargo, con la llegada de la globalización y la extraordinaria institucionalización del mercado a nivel mundial, el peso político de Alemania en Europa y fuera de ella es más considerable que aquel que Kissinger estaba dispuesto a reconocerle en su momento. Y ello sin tener un puesto en el Consejo de Seguridad.

Las elecciones del pasado domingo son una confirmación de que el liderazgo alemán no solo se mide en términos de su pujanza económica, en especial si uno toma en cuenta el mar de crisis en el que se ha hundido la zona del euro. Ha sido también una demostración más de madurez política de un sistema construido sobre el consenso y la temperancia, y, obviamente, un voto de confianza sobre Angela Merkel y la coalición de su partido, la Democracia Cristiana, con el Socialcristianismo de Bavaria.

No será la primera vez que Alemania sea gobernada por una coalición entre los dos mayores partidos. No han sido gobiernos fáciles de formar, es verdad. En especial, para el partido perdedor. Pero las fuerzas del consenso son más fuertes en Alemania que las del conflicto.

Si la crisis de 2008 echó de sus cargos a los principales líderes europeos desde Rodríguez Zapatero y Berlusconi hasta Sarkozy y Gordon Brown, otra fue la suerte de Angela Merkel que logró sobrevivirla gracias a los resultados de su gestión económica. Mientras que Washington y otros apostaron al expansionismo fiscal para superar la debacle de Wall Street –y del cual al parecer no saben cómo salirse ahora–, la canciller alemana supo capear el vendaval financiero siguiendo de manera casi obstinada al modelo liberal de mercado. Y finalmente tuvo éxito.

Cierto es que el espacio de maniobra que tuvo Merkel en estos años para lograr la supervivencia de la economía alemana se debió en buena medida a las reformas que flexibilizaron al régimen laboral, que fueron introducidas por el gobierno socialdemócrata entre 1998 y 2005.

Si bien la votación del domingo pasado es la mayor de la canciller Merkel en su carrera política, el número de escaños parlamentarios obtenidos no fue el suficiente para gobernar. El partido liberal, que era su aliado natural y con quien venía gobernando en alianza, no logró superar la barrera del 5% de votos a nivel nacional, con lo cual quedaría fuera del Parlamento.

El escenario más probable será entonces un gobierno de una “gran coalición” entre la triunfante Democracia Cristiana y la derrotada Social Democracia (una coalición de este último con la izquierda es inviable).

No será la primera vez que Alemania sea gobernada por una coalición entre los dos mayores partidos. No han sido gobiernos fáciles de formar, es verdad. En especial, para el partido perdedor. Pero las fuerzas del consenso son más fuertes en Alemania que las del conflicto. Una realidad que Alemania la aprendió de los errores de su pasado, y que políticos de otras naciones están lejos de entenderla.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.