América Latina muestra buenos avances en la lucha contra el hambre y la desnutrición. Según un último reporte de la FAO, 16 millones de personas dejaron de padecer hambre en esta parte del mundo en los últimos 20 años. No obstante, depende cómo se vea el vaso, pues hay razones para que en la región que más alimentos se producen en el mundo, todavía 49 millones de personas pasen hambre.
El reto principal que enfrenta hoy la región para reducir el hambre y las inequidades es mejorar la distribución, acceso y titulación de las tierras de los pequeños productores y productoras, quienes más hambre sufren actualmente. Pero esto es cada vez más complejo, pues el proceso de concentración de tierras se está agudizando como consecuencia de la poca voluntad política de los gobiernos para enfrentar el tema y de la presión de transnacionales para comprar o alquilar tierras.
América del Sur es la región que presenta mayor desigualdad en el mundo en la distribución de la tierra. El índice Gini promedio en la región es 0,9, en contraste con el 0,49 del África subsahariana o el 0,54 del sudeste asiático. Pero ¿por qué vinculamos la inequidad en el acceso a la tierra con la seguridad alimentaria? Tratándose del activo principal de millones de hombres y mujeres del campo para generar alimentos en la región, es determinante en un sistema alimentario. El acceso u obstáculos a este recurso, puede tener implicancias dramáticas en la generación de alimentos. Sin tierras tituladas, por ejemplo, los campesinos no tiene acceso a crédito, ayudas para regadío, seguros agrícolas u otros recursos claves para producir.
Nada hará sentirse más orgullosa a América Latina que poder anunciar que se ha terminado con el hambre en la región, pero ello requiere de visión y valentía por parte de los gobiernos y el sector empresarial para tomar decisiones no siempre fáciles.
Algunos ejemplos de inequidad en el acceso lo vemos en Brasil, donde a pesar de haberse puesto en marcha el mayor programa de reforma agraria en toda América Latina, la falta de equidad en la distribución de la tierra se ha profundizado en los últimos años. En 1970, las explotaciones de más de mil hectáreas ocupaban menos del 40% de la superficie agrícola, mientras que en 2006 (el censo más reciente disponible) ocupaban casi la mitad de la tierra disponible, estando en manos de solo el 1% de los propietarios.
En Perú, la propiedad también se está concentrando, sobre todo en los valles costeros, al igual que en Ecuador, donde casi la mitad de los productores posee solo el 2% de la superficie agrícola. En Colombia, el 85% de los propietarios posee fincas de menos de 20 hectáreas, que ocupan en su totalidad menos del 19% del área cultivada. El caso más extremo es Paraguay, donde 2,6% del total de propietarios posee el 85,5% de las tierras.
La concentración de la tierra supone en muchas ocasiones expulsión de campesinos de sus tierras, condenándolos a mendigar en las grandes ciudades, así como menores posibilidades de generar alimentos y por tanto un mayor riesgo de hambre. Actualmente son estos campesinos los que producen gran parte de los alimentos que consumimos en nuestros países: el 70% en el caso de Brasil o más del 60% en Perú.
De otro lado, cada vez más tierras utilizadas para producir los alimentos que se necesitan a nivel nacional son destinadas a la producción de biocombustibles o alimentos de exportación -no siempre de primera necesidad-, para los consumidores de países de ingresos altos. Este es el caso de Honduras o Guatemala, actualmente importadores netos de los alimentos que necesitan.
Algunos ministros de Agricultura de América Latina enfrentan la dicotomía entre “modernizar” el país a través de impulsar la agroindustria para la exportación o mantener en esas mismas tierras a los campesinos (para muchos políticos, parte de un sector retrasado y poco rentable), que garantizan los alimentos para sus habitantes. Creemos que hay espacio para ambos modelos de producción, pero sin olvidar que la tarea principal de los gobiernos es lograr el bienestar de sus ciudadanos, aunque esto implique limitar el modelo agroexportador a gran escala. En este camino, fortalecer la agricultura campesina y solucionar el problema de distribución de la tierra es lo más importante. Utilizando palabras de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, un país rico es un país sin pobreza o hambre.
Nada hará sentirse más orgullosa a América Latina que poder anunciar que se ha terminado con el hambre en la región, pero ello requiere de visión y valentía por parte de los gobiernos y el sector empresarial para tomar decisiones no siempre fáciles.