No debería sorprendernos que la ejecución del clérigo chií Nimr Al Nimr fuese el detonante de la crisis política entre Arabia Saudí e Irán. Ambos se encuentran entre los cinco países con el mayor número de ejecuciones judiciales en el mundo. Tanto Amnistía Internacional, como Human Rights Watch, coinciden en que en ambos países los juicios en los que se aplica la pena de muerte no se respetan las normas del debido proceso. Coinciden también en que ambos regímenes aplican la pena de muerte tanto para reprimir opositores, como para coartar la libertad religiosa.

Ambos son además regímenes que, dentro del Islam, atizan el fuego del sectarismo en Medio Oriente. Allí radica la principal distinción entre Al Nimr y el gobierno iraní: a diferencia de este último, Al Nimr también defendía los derechos humanos de los sunníes sirios víctimas del régimen de Bashar Al Assad. En el caso saudí, la instigación sectaria (en contra de los musulmanes chiíes), es absolutamente explícita (vea, por ejemplo, el documental de la BBC "Freedom to Broadcast Hate").

El caso iraní es diferente: dado que apela a una minoría dentro del Islam (los musulmanes chiíes), su prédica no enfatiza la religión, sino en el hecho (absolutamente real) de que se trata de una minoría discriminada e incluso reprimida cuando se organiza para exigir derechos. Pero a su vez la discriminación y represión que el régimen iraní ejerce en nombre de una religión oficial (por ejemplo, contra la minoría Bahai) demuestra que su motivación no es el libre ejercicio de la religión o de los derechos ciudadanos.

Es decir, la definición de la lealtad política con base en las diferencias religiosas no es un fenómeno natural: de no mediar la discriminación secular contra los chiíes y la apelación a las diferencias religiosas por parte de potencias regionales, esas diferencias podrían perder peso relativo como fuente de lealtad política.

En Medio Oriente, grupos nacionales o religiosos víctimas de discriminación (como kurdos o chiíes, respectivamente) solían priorizar su condición socio-económica como fuente de lealtad política, lo cual los llevó a respaldar en considerable proporción organizaciones seculares de izquierda (como ocurre aún hoy entre la mayoría de los kurdos en Siria y Turquía). Pero gobiernos sucesivos de países como Egipto, Estados Unidos o Israel toleraron o auspiciaron grupos islamistas en lugares como El Cairo, Helmand o Gaza, siempre y cuando contribuyeran a derrotar a fuerzas seculares de izquierda. Y los islamistas fueron tan eficaces en esa tarea, que se convirtieron en el nuevo rival a derrotar para esos gobiernos (lea por ejemplo los testimonios de oficiales israelíes contenidos en el artículo de Andrew Higgins, "How Israel Helped to Spawm Hamas", en The Wall Street Journal).

Cuando en forma reciente se le preguntó a un vocero del Departamento de Estado por qué había que creer en la iniciativa de paz que proponen ahora en Siria las potencias que atizaron el conflicto, su respuesta fue de una honestidad brutal: entre los millones de refugiados, el vacío de poder regional que ocupó el Estado Islámico y los atentados terroristas fuera de la región, quedaba claro que las guerras en Siria e Irak se habían convertido en un vórtice demencial en el que perdían todos los instigadores. Por eso tenían incentivos para ponerles fin. La conducta reciente del régimen iraní (por ejemplo, la suscripción del tratado para limitar su industria nuclear), sugiere que comparte esa lógica. La conducta del régimen saudí sugiere en cambio que este seguirá sembrando vientos, sin parar mientes en las tempestades que lo rodean. El temor a lo que eso pueda implicar tal vez sea la razón por la que la inteligencia alemana filtró un memorándum en el que acusa al Ministro de Defensa saudí (el príncipe Mohamed Bin Salmán), de haber dado inicio a "una impulsiva política de intervenciones", y que al intentar fortalecer su posición "en la línea de sucesión mientras su padre aún vive, podría extralimitarse" (Mohamed es hijo del rey Salmán Bin Abdulaziz).    

Hay varias circunstancias que podrían explicar la conducta del príncipe Mohamed. La primera implica recordar que el difunto rey Abdala no lo nombró a él como segundo en la línea de sucesión: fue el rey Salmán quien destituyó al príncipe heredero nombrado por su antecesor (Muqrin Bin Abdulaziz), para colocar en su reemplazo a su propio hijo. Con 30 años de edad, Mohamed no sólo es demasiado joven e inexperto para ocupar ese lugar, sino que además con él la línea de sucesión pasa de los hijos del fundador del Estado saudí (Abdelaziz Bin Saud), a sus nietos (con lo cual la cantidad de potenciales aspirantes al trono crece de manera exponencial).

Mohamed no sólo tiene razones para temer una intriga palaciega (como aquella que destituyó a su tío para colocarlo a él en la línea de sucesión), sino que además este proceso se da en el contexto de una caída dramática en los precios del petróleo (recurso que da cuenta de más del 90% de los ingresos fiscales del reino), lo cual llevó a adoptar medidas de austeridad que implicarán recortes a subsidios que benefician a la mayoría de la población. A eso hay que sumar el resquebrajamiento de uno de los puntales de su alianza con los Estados Unidos (la contención de la influencia iraní en la región), tras el acuerdo nuclear y la prioridad concedida en cambio al combate contra el "Estado Islámico". Bajo esas circunstancias uno podría compadecerse por la desorientación que aqueja al príncipe heredero, de no ser por el daño que causa en la región su aprendizaje del oficio de gobernar.