Al escribir estas líneas, finalmente se produjo un acuerdo de cese al fuego entre Hamás e Israel. Siendo ese un desenlace deseable, habría que recordar que ya hubo acuerdos similares en el pasado (en 2009, 2012 y 2014), y que estos no perduraron en el tiempo.

 ¿Qué más habría que hacer para que lo que acaba de ocurrir no se repita? De un lado, investigar los hechos de violencia y procesar penalmente a los responsables. Como vimos en un artículo anterior, la fiscal de la Corte Penal Internacional ya inició una investigación sobre posibles crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos tanto por representantes de Israel como por integrantes de Hamás y otros “grupos armados palestinos”: organizaciones internacionales de derechos humanos y la ONU sostienen no sólo que hay evidencia de la comisión de esos crímenes sino además que, tal como ocurre al escribir estas líneas, la gran mayoría de muertes entre civiles como producto de esos crímenes las provocaron fuerzas israelíes. De otro lado, la violencia es el síntoma, no la causa del problema.

¿Cuál es el problema fundamental? reportes recientes tanto de la organización de derechos humanos B’Tselem (compuesta mayoritariamente por ciudadanos judíos de Israel, y que tiene al gobierno noruego como fuente importante de financiamiento), como de la organización Human Rights Watch coinciden en la respuesta. Los títulos de esos reportes lo dicen de manera explícita: el primero se titula “Un régimen de Supremacía Judía desde el Río Jordán hasta el Mar: esto es Apartheid”, y el segundo se titula “Se ha Cruzado el Umbral: las Autoridades Israelíes y los Crímenes de Apartheid y Persecución”. La Convención Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen de Apartheid lo define como “actos inhumanos cometidos con el propósito de establecer y mantener la dominación de un grupo racial de personas sobre cualquier otro grupo racial de personas y de oprimirlo sistemáticamente”. Según ambos reportes, el Estado de Israel ha establecido sistemas legales diferentes para palestinos y judíos israelíes que favorecen a estos últimos en los términos descritos por esa definición.

En el caso de los palestinos con ciudadanía israelí existen normas específicas que discriminan en su contra. Por ejemplo, la ley del Estado Nación, la cual establece que “El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío” (pese a que un 20% de sus ciudadanos no son judíos). Esa norma reafirma leyes discriminatorias ya existentes, cuando sostiene que “el Estado considera que el desarrollo de asentamientos judíos es un valor nacional” que debe promover, negando sistemáticamente a ciudadanos no judíos el derecho a construir viviendas en tierras del Estado.

Las protestas en Jerusalén que estuvieron en el origen de la violencia actual se deben a una ley de 1970 que permite a ciudadanos judíos de Israel reclamar propiedades que perdieron durante la guerra de 1948: no existe ley alguna que permita a los palestinos (sean o no ciudadanos de Israel), hacer lo mismo (pese a que la gran mayoría de las propiedades perdidas durante esa guerra les fueron arrebatadas a ellos). En Gaza, por su parte, el espacio aéreo, marítimo y las fronteras terrestres (salvo con Egipto), están bajo control israelí. Israel ha empleado ese control para, por ejemplo, impedir el ingreso de vacunas contra la Covid-19 o la salida de personas para recibir tratamiento médico (según la OMS, 54 gazatíes fallecieron por esa causa en 2017). En Cisjordania la mayor parte del territorio está bajo control israelí para uso exclusivo de sus ciudadanos judíos, mientras los palestinos viven en unos 165 enclaves inconexos entre sí, e Israel restringe su libertad de movimiento, les niega derechos civiles y políticos, y confisca o destruye sus propiedades.

Mientras esas sigan siendo las circunstancias, sería cuestión de tiempo el que vuelvan a producirse hechos como los que acabamos de presenciar.