No me gusta la expresión emergencia climática. En una emergencia, como en un incendio, el objetivo es acabar con ella, a cualquier coste. En una emergencia se pierde toda racionalidad y dominan las emociones, hasta la parodia y el esperpento. Algo de esto hay en el debate actual sobre el cambio climático, donde la opinión pública está preñada de marketing pasional, milenarista, maltusiano. Si el mundo se va a acabar, vale todo. Hasta hacerse trampas en el solitario y negar la evidencia. Hasta acabar con la independencia de los bancos centrales. Hasta resucitar el fantasma de la inflación y los déficit públicos.

La transición energética es, sin embargo, un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de predicadores, oportunistas y buscadores de rentas. Por ello, exige un análisis racional, desapasionado. Un análisis al que la ciencia económica puede y debe contribuir con rigor y seriedad. Serán los ciudadanos en una sociedad democrática los que tengan la última palabra, pero los economistas deberíamos todos ayudar a que se tome una decisión informada, basada en un análisis coste beneficio social. Serán muchos los supuestos y preferencias que entren en ese cálculo, y no habrá acuerdo en muchos de ellos, por eso es necesario explicitarlos, no esconderlos. Para que la elección pública sea informada y consistente.

De manera simplificada, la cuestión a resolver es sencilla. Muchos la están planteando como el coste de oportunidad de no hacer nada. Pero este planteamiento es una falacia. La verdadera pregunta es qué precio estamos dispuestos a pagar por reducir en una determinada magnitud la probabilidad de que la temperatura media del planeta aumente en un grado; qué precio en términos de más inflación, más déficit público y menos crecimiento.

Porque no hay nada gratis en la transición energética, aunque ahora nos la quieran vender como un nuevo rey Midas capaz de convertir en oro todo lo que toca. Pareciera que queremos olvidar que la economía es el arte de asignar recursos escasos a fines alternativos. Fines que deciden otros, cierto, pero que los economistas intentamos asegurar que se persiguen de la manera más eficaz y eficiente posible. Convendrán conmigo en que así planteada la cuestión, el tema se vuelve más racional, menos mesiánico. Y ese debería ser nuestro objetivo, porque trasladar el debate social de la esfera místico-religiosa al aburrido espacio de la racionalidad es precisamente lo que explica el progreso social y económico de la humanidad.

No hay nada gratis en la transición energética, aunque ahora nos la quieran vender como un nuevo rey Midas capaz de convertir en oro todo lo que toca.

Los costes de esta transición energética ya están empezando a hacerse patentes. El primero, el más evidente, en términos de inflación. Y no se queda atrás el impacto en el déficit público y en la pobreza y conflictividad social. Hace tiempo sabemos que cuando la demanda de una mercancía aumenta, su precio sube. No debería por tanto extrañarnos lo que está pasando en todo el mundo con el precio de la energía eléctrica. La capacidad de generación no puede acompasarse al aumento decretado políticamente de su demanda. Un poco de humildad y sentido de la realidad hubieran sido recomendables antes de comprometerse a reducciones masivas de CO₂ que exigen recortes drásticos del consumo de carbón e hidrocarburos.

Según el FMI, el precio medio en el mundo de la emisión de una tonelada de carbón es de US$ 3, aun cuando en Europa por ejemplo ya supera los US$ 20. ¡Pero es que tiene que llegar a US$ 75 para reducir el calentamiento global a los dos grados centígrados prometidos!  Y todavía algunos se sorprenden de que el precio del gas natural se haya multiplicado por cinco en un año. Parecen ignorar que es la materia prima necesaria en la generación eléctrica, al menos hasta que se desplieguen masivamente las renovables, o cambie la percepción social de los riesgos de la energía nuclear. Que la transición energética es inflacionista es una obviedad. Sus defensores más inteligentes ya no lo niegan, solo nos intentan convencer de que un poco de inflación en la coyuntura actual es bueno, porque aleja el peligro de la deflación. Y cuando se les muestran los IPC actuales, (5% en USA, 3,9% en Alemania, máximos de mas de 10 años) replican que son fenómenos transitorios. Tan transitorios que son ya varios los bancos centrales que en América Latina se han visto obligados a subir las tasas de interés. Esta misma semana en Perú. 

Los déficits públicos serán la próxima víctima de esta desordenada transición energética. Los subsidios a la energía son una componente habitual en todos los países de las ayudas a los sectores sociales vulnerables. El término pobreza energética ha hecho fortuna y está obligando a desembolsos públicos importantes. Desembolsos que solo pueden aumentar, pues limitar el cambio climático exige precios de la energía estructuralmente elevados. Transferencias sociales a las que habrá que añadir ayudas a empresas y sectores productivos que simplemente están dejando de ser viables a los nuevos precios. Porque si en algún momento está justificado ayudar a la modernización y transformación sectorial y del modelo productivo es ahora, cuando decisiones políticas están provocando un cambio drástico de los precios relativos y por tanto de la competitividad de los diferentes sectores y hasta de los países.

Cierto que los ganadores de esta transición, empresas y particulares podría ayudar a financiar sus costes. Y sería razonable rediseñar el sistema fiscal para gravar estas rentas extraordinarias de transición. Pero conviene ser cautos respecto a su verdadero potencial para evitar el crecimiento de los déficits públicos. Porque los tiempos de ganadores y perdedores no tiene por qué coincidir, porque no queremos desincentivar la inversión en los sectores de futuro ni entorpecer la reducción del calentamiento global, y porque el rediseño de los sistemas impositivos es siempre una compleja operación de economía política no exenta de tensiones ni de éxito garantizado.

Pero la emergencia climática manda en la agenda política. Y empiezan así a aparecer propuestas peligrosas, presentadas como nuevas soluciones mágicas. Todas ellas coinciden en considerar las inversiones en esta transición como obligadas por una justa y necesaria lucha de la humanidad por su salvación. La última ocurrencia en la Unión Europea es excluir las inversiones verdes del cálculo del déficit público, como si esa desclasificación les eximiese de la necesidad de ser financiadas. Pero para eso están los bancos centrales y se ha inventado la represión financiera, parecen decirnos. Para asegurar que se da cumplida satisfacción a las necesidades y preferencias sociales. Sería una lamentable paradoja qua la lucha contra el cambio climático acabase con la independencia de los bancos centrales y los devuelva a la disciplina de los gobiernos. El planeta bien merece protección, pero no a costa de olvidar lo que significa la estabilidad monetaria en el progreso social. Enfriemos las pasiones de tanta emergencia y discutamos seriamente de qué factura estamos dispuestos a pagar y de cómo la queremos pagar.