Vivimos todavía en un mundo profundamente desigual, donde no es lo mismo haber nacido hombre o mujer.Las mujeres representan el 70% de la población mundial viviendo bajo pobreza. Su salario es entre 10% y 30% menor que el de los varones en el mismo cargo, con las mismas funciones.

Son responsables de dos tercios del trabajo realizado en el mundo, pero reciben sólo el 10% de los beneficios. Son propietarias del 1% de las tierras de cultivo, aunque representan el 80% de la mano de obra campesina. Por si fuera poco, dos de cada tres (un 60%) sufre algún tipo de violencia (física, sexual, psicológica o económica) dentro o fuera de sus hogares.

Seguir negando esta realidad o atribuir la responsabilidad de “hacer algo al respecto” únicamente a las mujeres es ahondar en la injusticia y el agravio.

Revisemos roles y mandatos. Desafiarlos es pronunciarse por una identidad elegida; es un paso personal para convivir mejor y para construir una comunidad que no necesitará del abuso y de la violencia de ninguno de sus miembros para sostenerse.

La cuestión es actuar, tal como desde hace años lo hacen los movimientos de mujeres, pero sumándonos esta vez, masivamente, los varones.

Un camino poco recorrido hasta ahora es el de derribar mitos que subyacen y sostienen la desigualdad entre varones y mujeres: ¿Por qué muchos varones todavía piensan que son superiores a las mujeres?  ¿De dónde viene esa forma de pensar? ¿Por qué persiste?

Nuestras relaciones sociales se organizan aún bajo el sistema del patriarcado, que construye un orden jerárquico.

Todavía ubica a los hombres en el ámbito público con acceso al poder y a los recursos y sitúa a las mujeres en el ámbito doméstico como responsables, casi en exclusiva, de su mantenimiento y del cuidado de otros.

Poco a poco, la intencionalidad y la discriminación detrás de este sistema, se ve con mayor claridad: varones considerados superiores al resto, que por conservar ese poder  ven facilitadas las condiciones para ejercer el control, aunque esto signifique hacerlo a través de la violencia.

Después, este sistema se proyecta y reproduce;  nuestra cultura y sus instituciones lo mantienen, y lo alimentan, en una dinámica  que atenta contra el desarrollo humano, entendido como el desarrollo del potencial de las personas según sus propios intereses y preferencias.

Así como entendemos el sistema de relaciones sociales y de poder en el que vivimos, como algo “construido socialmente”, podemos entenderlo como algo “posible de ser derribado y modificado”.

Revisemos roles y mandatos. Desafiarlos es pronunciarse por una identidad elegida; es un paso personal para convivir mejor y para construir una comunidad que no necesitará del abuso y de la violencia de ninguno de sus miembros para sostenerse.

*Esta columna fue publicada originalmente en la revista Humanum del PNUD.