Dentro del caos que envuelve al Medio Oriente, uno de los aspectos claramente distinguibles es la brutal confrontación entre el mundo musulmán sunita y el chiita, confrontación que si bien data de siglos, se ha agudizado en extremo durante los últimos tiempos. No sólo el Estado Islámico poseedor de férreas y fanatizadas convicciones sunitas se ha lanzado a asesinar chiitas a pasto a lo largo de sus campañas militares destinadas a la expansión de su presunto califato, sino que en el plano de los Estados oficialmente constituidos, también la beligerancia abierta es cada vez mayor. Lo ocurrido a fines del año pasado en la relación entre Arabia Saudita e Irán tras la ejecución de un clérigo chiita por la monarquía saudí —que derivó en violencia callejera y ruptura de relaciones entre los dos países— fue la culminación de este dramático desencuentro entre los dos más grandes y representativos segmentos del mundo musulmán. Ni qué decir que la guerra civil en Yemen es otro más de los escenarios que ejemplifican esta pugna en la que tienen metidas las manos para apoyar a sus respectivos correligionarios, tanto Arabia Saudita como Irán.
Esta tensión, lejos de aflojar, ha seguido subiendo de tono en lo que va de 2016. Su más reciente expresión ha sido la decisión conjunta de los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) de designar al Hezbolá libanés, de identidad chiita, como una organización terrorista. Esta calificación aplicada por Arabia Saudita, Kuwait, Emiratos Árabes y el resto de los miembros que conforman el CCG, no se quedó meramente en el plano declarativo, sino que derivó en la imposición de una serie de sanciones económicas y diplomáticas contra dicha organización, que, hay que recordar, forma parte de la población y del gobierno de Líbano, pero cuya lealtad y nexos más fuertes están sin embargo, con Irán con el que comparte la bandera del chiismo militante y de quien depende económica y militarmente. La designación de Hezbolá como entidad terrorista fue poco más tarde adoptada también por la Liga Árabe, con lo cual el alineamiento del mundo musulmán en dos bandos diferenciados quedó mucho más nítidamente establecido.
Líbano queda muy mal parado, ya que al ser un Estado árabe multiconfesional, el desgarramiento y las tensiones se han vuelto cada vez más peligrosos.
En este contexto, Líbano queda muy mal parado, ya que al ser un Estado árabe multiconfesional en el que conviven sunitas, chiitas, cristianos de diversas denominaciones y drusos, el desgarramiento y las tensiones se han vuelto cada vez más peligrosos. Hezbolá juega ahí un papel profundamente ambivalente: es una organización armada independiente, con su propia agenda ajena a la estatal oficial, pero, al mismo tiempo, forma parte del gobierno y posee ministerios importantes.
Así, mientras Hasan Nasrallah, el máximo líder del Hezbolá, condenó con gran indignación las posturas del CCG y de la Liga Árabe, por otro lado el primer ministro libanés, Tammmam Salam, de identidad sunita, expresó solidaridad con éstas. Todo lo cual constituye una situación complicada en extremo para el actual gobierno libanés, el cual no ha logrado designar Presidente desde hace casi dos años en razón de los desacuerdos preexistentes. La presencia de Hezbolá en el gobierno significa así, un elemento que envenena las relaciones de Líbano con el resto del mundo árabe, pero el problema es que sin Hezbolá, cuya fuerza en el mosaico libanés es fundamental, no hay manera de que el gobierno de Beirut se sostenga. Como quien dice: “ni contigo ni sin ti”.