La crisis del COVID-19 ha hecho que la sociedad se enfrente, de un día para otro, a sus propias debilidades e inconsistencias. Como si se tratase de un experimento masivo y surrealista, la pandemia está poniendo a prueba la capacidad de resistencia de nuestro modelo social y de su engranaje económico. También, y de forma especial, la capacidad de respuesta, decisión y acierto de nuestros gobiernos y de nuestras instituciones públicas.

No es la primera vez que una pandemia tan brutal como la que estamos viviendo hace que la sociedad se replantee sus valores, su modelo de crecimiento y de gobernanza. La Peste Negra en el siglo XIV, o la epidemia de la Viruela de Boston en el siglo XVIII son dramas históricos que supusieron un gran incentivo para la investigación, la experimentación y el progreso. Más recientemente, algunos de los países que en 2002 se tuvieron que enfrentar al SARS, hoy son modelo de lucha contra el COVID-19. Aunque toda crisis es única, y sus perdidas en la mayoría de los casos son inasumibles, la sociedad afronta crisis, prueba, falla o acierta, y en última instancia, aprende y progresa.

Esta crisis puede servir como un acicate para la modernización y transformación de nuestras instituciones públicas. En estos días algunos gobiernos locales, regionales y nacionales han visto ralentizada, incluso anulada, su capacidad de acción e impacto por grandes limitaciones operativas: desde la falta de infraestructura básica (como portátiles o acceso remoto) al desconocimiento de plataformas para trabajar de forma digital.

Más allá de estas limitaciones, esta crisis ha dejado patente la necesidad de repensar la función pública y su operativa, e invertir en infraestructura digital, conocimiento y capacidades. Una nueva lógica digital que permita replantear los modelos de relación entre personas, empresas e instituciones públicas, y asegure una adaptación ágil y eficiente a contextos nuevos e impredecibles. Por ejemplo, multiplicando los canales de asistencia online (chatbots, aplicaciones, etc), y desplegando sitios web que puedan proveer fácilmente datos fiables y actualizados, adaptándose de forma ágil a las necesidades de la ciudadanía. Nada de esto es nuevo, ni necesariamente innovador. Pero por una razón u otra, muchas de nuestras instituciones siguen careciendo de estas soluciones.

Por otra parte, queda patente el desafío de mantener y mejorar los niveles de servicios, tramitación y ordenación pública en contextos de trabajo en remoto y situaciones de alta volatilidad. Para ello, se requieren infraestructuras tecnológicas y marcos regulatorios que permitan el uso de sistemas de identificación y certificación, como por ejemplo, el reconocimiento facial. También se requiere repensar la gestión de la gobernanza y toma de decisiones digital, la gestión de los datos, su uso analítico y predictivo y las cuestiones de ciberseguridad asociadas.

Los retos de las administraciones en este espacio no se limitan a la gestión de la crisis sanitaria, también se extienden a la capacidad de reaccionar de forma ágil y operativa cuando termine el confinamiento. Nuestras instituciones deberían ser las impulsoras de la recuperación, reactivando lo antes posible todas las licitaciones y contrataciones, gestionando ayudas de forma temprana y eficiente, y facilitando los trámites burocráticos para activar la economía. La tecnología puede permitir a las administraciones gestionar la asistencia y política social para poblaciones vulnerables, acompañar a la economía en la evolución hacia modelos de producción y consumo más sostenibles, y por supuesto, redimensionar la inversión en emergencia y seguridad, desarrollando una capacidad de predicción y reacción mayor.

Sin querer minimizar estos retos, lo cierto es que, durante estas semanas, funcionarios y trabajadores públicos están demostrando su vocación pública haciendo esfuerzos ingentes para intentar responder a las grandes demandas que surgen día a día. La situación ha hecho que las barreras culturales y regulatorias queden atrás para priorizar la cocreación de valor y del bien público con empresas innovadoras poco habituales en los entornos institucionales. Así, los periódicos de estos días nos sorprenden con historias sobre pequeñas empresas colaborando con entidades públicas para inventar, crear, producir y testear soluciones en tiempo récord. Empresas como Taiger y sus soluciones de inteligencia artificial a través de chatbots, Citibeats y su observatorio de escucha ciudadana para la toma de decisiones pública, OS City y sus soluciones para gestionar el abastecimiento de hospitales, o ElectronicID y su tecnología que permite a las personas identificarse en remoto ante la administración usando una cámara, están siendo parte de la solución en estos momentos de incertidumbre. 

En este gran experimento, las instituciones públicas se han visto obligadas a actuar de forma más ágil y efectiva, a colaborar con un abanico de actores diverso y competitivo y a asumir unos niveles de riesgo e incertidumbre poco habitual. Estas son tres de las capacidades fundamentales para convertirse en instituciones digitales, adaptables, y resilientes. Gracias al empeño de las personas en la administración que luchan para que las cosas mejoren para todos, desde la dirección hasta la primera línea del servicio, esta transformación ya es una realidad, y no ha hecho más que empezar. 

 

*Con la colaboración de Beatriz Belmonte y Sofía Silva, investigadoras del Publich Tech Lab de IE UNIVERSITY