Alexander Pope, un poeta inglés del siglo XIX, escribió que “solo los tontos entran corriendo donde los ángeles temen pisar.” La relación de México con Estados Unidos es, fue y siempre será compleja. Eso en tanto no logremos resolver nuestro propio desarrollo, lo que presumiblemente elevaría los niveles de vida, haciendo irrelevantes las fuentes actuales de conflicto, como ocurre con Canadá. De ahí a tener que enfrentar una disyuntiva -todo o nada- sobre nuestras prioridades de política exterior -Estados Unidos o América Latina, por ejemplo- es, simplemente, un absurdo o, como dirían los iniciados, un non sequitur.
México tiene su futuro económico fuertemente asociado con sus vecinos del norte a través no solo de la obvia cercanía, sino por medio de un mecanismo contractual que garantiza el acceso de mercancías mexicanas, convirtiéndose las exportaciones en el principal motor de nuestra economía. Nadie en su sano juicio pondría en entredicho una relación tan fundamental, por más que su administración no siempre sea fácil y donde las prioridades casi siempre son las del socio más poderoso.
En las más de cuatro décadas en que México optó por convertir a la relación bilateral en una palanca de desarrollo, ningún gobierno, incluyendo al actual, ha dejado de reconocer la complejidad de la relación o de resolver los problemas que se van presentando en el camino. El presidente López Obrador, el único de todos los gobiernos desde 1982 que seguramente hubiera preferido mayor distancia en lugar de mayor cercanía, no sólo acomodó las demandas de Trump cuando en mayo de 2019 (en franca violación del TLC entonces vigente) amenazó vincular migración con exportaciones, en detrimento de nuestro país, sino que prosiguió con la negociación sobre la ratificación del nuevo tratado, el T-MEC, hasta consumarlo. Es decir, más allá de la retórica, todos los gobiernos de los ochenta para acá han aceptado y ratificado la trascendencia de la relación con Estados Unidos y hacen lo necesario para que ésta funcione.
Pero la cercanía con Estados Unidos no implica distancia respecto a América Latina o restricciones respecto al marco de acción de México en esa región. Por supuesto, es de sentido común que debe haber congruencia en el ejercicio de la política exterior con los valores nacionales esenciales y con el reconocimiento de los factores reales de poder que son inherentes a la situación geopolítica de cada nación. Desde esta perspectiva, mucho de lo que con frecuencia se percibe como contradictorio u ofensivo (y por lo tanto intocable) para preservar la relación con los estadounidenses no es más que una limitante autoimpuesta. En una palabra, no hay razón alguna que obligue a optar entre CELAC y la OEA o el T-MEC.
México tiene una larga historia de relación con Cuba sin que eso constituya un factor de agravio con Washington. El gobierno actual optó por abandonar al grupo de Lima, que aglutinaba a naciones críticas del régimen venezolano, sin que eso se tradujera en conflictos hacia el norte. El punto es que no es necesario optar entre una cosa y la otra. Mientras la política exterior no contravenga de manera directa los intereses directos de Estados Unidos o suponga tolerancia infinita por su parte, el margen de acción es tan amplio como el gobierno quiera. Sólo para ejemplificar, promover la independencia de Puerto Rico o una cercanía excesiva con China implicarían una confrontación directa. Lo mismo ignorar el asunto migratorio. Por otro lado, a Washington le es funcional que México promueva negociaciones entre los venezolanos, como antes lo hizo con los salvadoreños. Como hubiera dicho Jesús Reyes Heroles, “lo que resiste apoya.”
Un panorama siempre cambiante como el latinoamericano, donde los gobiernos experimentan grandes virajes de vez en vez, obliga a definir y redefinir alianzas regionales, eso sin perder de vista que no es lo mismo democracias que dictaduras. La semana pasada el gobierno mexicano cruzó esa raya al darle preeminencia a Díaz-Canel, provocando el desencuentro con que cerró la reunión de CELAC. El interés nacional de México no tiene porqué optar entre sur y norte, pero sí tiene que reconocer, y hacer valer, las diferencias pasmosas que dividen al continente, comenzando por el hecho de que México es una democracia, así sea incipiente.
Defender nuestra democracia y no aceptar imposiciones. Trump no sólo puso en riesgo al TLC, sino que amenazó con cerrar el acceso a nuestras exportaciones. Pero el hecho de contar con un tratado como el T-MEC, con todo y que tenga que ser renegociado con regularidad, implica un amplio margen de maniobra. La noción de que es necesario optar entre una región y la otra o entre la cabeza y el corazón es absurda. Todo mientras no se cruce la raya.
La política exterior de una nación es un instrumento central de su desarrollo y debe ser concebida como un medio para avanzar intereses y reducir vulnerabilidades. La clave no radica en escoger entre amigos y enemigos o cercanos y lejanos, sino en afianzar el desarrollo del país, que debería ser el objetivo central. Avanzar decididamente por ese camino reduciría conflictos y exigencias porque habrían dejado de tener razón de ser. El día que logremos eso habremos alcanzado el desarrollo integral.