Dos debates acaecidos en tiempos de pandemia explican la necesidad de responder a la pregunta del título. El primero giró en torno a un posible impuesto a la riqueza. El segundo lo hizo en torno al grado de variedad que existe en la lengua española.

En mi opinión, la respuesta a la pregunta es sí y no se requiere tener convicciones de izquierda para afirmarlo, aunque, en cualquier caso, eso no debería importar: la verdad de un hecho no depende de las ideas políticas de quien lo enuncia. Esa, por lo demás, es una respuesta con la que debieran coincidir quienes se consideran liberales. Estos últimos defienden el papel de la propiedad privada en la economía, pero eso es algo que siempre tuvieron en común con los conservadores y hoy en día también con los socialdemócratas. En economía lo realmente distintivo del liberalismo es su defensa de mercados competitivos como mecanismo fundamental para la asignación de recursos.

Ejemplo de ello es un concepto de la teoría económica neoclásica que (cosa inusual en ella), lleva la palabra “poder” en su propia denominación: el de “poder de mercado”. En su definición más simple, esa frase describe una situación en la que una o más empresas tienen la capacidad de aumentar y mantener el precio de sus bienes y servicios por encima del nivel que existiría en un mercado competitivo. Es decir, una conducta que, en una economía de mercado, suele estar penada por ley. Ejemplo de ello en el Perú fue la resolución administrativa de 2016 del Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (Indecopi), que multó a cinco cadenas de farmacias por concertar el precio de medicamentos. Sólo una de ellas apeló la decisión, pero en 2019 un juzgado ratificó la sanción. 

Ahora bien, en el liberalismo la idea de que existen grupos de interés capaces de ejercer un poder al cual no deberían tener derecho no se limita al ámbito de la teoría económica. También se encuentra, por ejemplo, en libros de raigambre liberal como El Otro Sendero, del cual es autor Hernando De Soto en colaboración con Enrique Ghersi y Mario Ghibellini (autoría que, incidentalmente, también suscitó una controversia ante Indecopi). Cuando en ese libro se habla del sistema “mercantilista” que habría prevalecido en el Perú durante toda su historia republicana se hace alusión explícita a grupos de poder. Por ejemplo, en el prólogo Mario Vargas Llosa describe al mercantilismo como un sistema basado en “la concesión de privilegios y monopolios a pequeñas élites privadas. […] Legislando y reglamentando en favor de pequeños grupos de presión […] y en contra de los intereses de la gran mayoría”. Añade que, bajo el mercantilismo, “el éxito no depende de la inventiva y el esfuerzo sino de la aptitud para granjearse las simpatías de presidentes, ministros y demás funcionarios públicos (lo que, a menudo, significa la aptitud para corromperlos)”.

Prueba inequívoca de que el mercantilismo sigue vigente en el Perú es la conducta de empresas extranjeras como Odebrecht que, en complicidad con empresas peruanas como Graña y Montero, sobornaron a personajes de todo el espectro político para obtener contratos del Estado en condiciones ventajosas. También es ejemplo de mercantilismo el millonario financiamiento de campañas electorales sin declarar los fondos ante las autoridades.