La última vez que hice un pronóstico electoral fue en torno al referendo sobre si el Reino Unido debía abandonar la Unión Europea: dije que tal cosa no ocurriría. Mi pronóstico no se basó en estereotipos sobre la flema británica (aunque confieso que pasaron por mi mente), sino en algo en apariencia menos trivial: las encuestas. Escarmentado por la experiencia, no hice pronósticos sobre las elecciones estadounidenses de 2016, donde volvieron a equivocarse. Pero cuando menos en 2016 la equivocación fue relativamente menor. A nivel nacional, el resultado cayó dentro del margen de error estadístico. Es decir, fue una equivocación dentro de lo previsible: a fin de cuentas, la estadística, a diferencia de la lógica, no produce un conocimiento absolutamente certero en indubitable.

Por lo demás, las encuestadoras corrigieron el error que identificaron tras el desaguisado de 2016: habían subestimado en su muestra a los blancos no hispanos sin educación superior. Es decir, un grupo de votantes que, en 2016, fue menos proclive a contestar encuestas y que votó en forma masiva por Donald Trump. Al darles una mayor representación en sus muestras, el enorme grado de acierto que las encuestas tuvieron respecto a las elecciones de medio término en 2018 parecía sugerir que el problema se había resuelto. ¿Qué tan probable era por ende que, corregido el error de 2016, las encuestadoras cometieran nuevos errores aún mayores en 2020? Esa es hoy una pregunta retórica, dado que conocemos la respuesta. Pero en su momento era algo difícil de prever.

Dados los precedentes, concluíamos la columna anterior con una salvaguarda: “Lo único que le queda esperar a Trump es una afluencia masiva de sus votantes el propio 3 de noviembre”. Y tal cosa ocurrió. Sabíamos que los votantes de Trump eran más proclives a votar en forma presencial por dos razones. De un lado, el candidato al que han mostrado una lealtad incondicional les había reiterado hasta la saciedad que el voto por correo se prestaba al fraude. De otro, ese candidato les había dicho que la pandemia estaba bajo control y que, de cualquier modo, no era un riesgo de salud tan grave como creían los especialistas.

Pero dado que, según las encuestas (¿quién más?), los demócratas tendían a creer lo contrario en ambos temas, fueron más proclives a votar por correo. Agreguemos a ello un poco de más de información. De un lado, mientras el voto demócrata es mayoritariamente urbano, el voto rural es abrumadoramente republicano. De otro, lado, en la mayoría de casos, el conteo del voto rural, siendo bastante menor en cantidad, termina más temprano y el voto por correo suele contarse con cierto retraso (por ejemplo, porque en algunos Estados este puede llegar después del día de la elección).   

Eso hacía prever que, en caso de que el resultado fuese más cercano de lo que pronosticaban las encuestas, en múltiples Estados el recuento inicial estaría sesgado en favor de Trump, pero a medida que se sumaran una mayor proporción tanto de votos urbanos como de votos enviados por correo, el resultado iría variando en favor de Biden. No era una mera hipótesis, dado que algo similar había ocurrido en las elecciones de 2018.

A su vez, la agencia Axios reveló que la campaña de Trump tenía pensado un curso de acción en caso de producirse dicho escenario. Este consistía en proclamar su victoria con un recuento parcial favorable y luego proceder a iniciar acciones judiciales que impugnen o retrasen el escrutinio de cierto tipo de votos (en particular, aquellos emitidos por correo). De hecho, antes del día de la elección ya se habían planteado demandas de ese tipo.

Antes de la elección, el candidato y sus voceros negaron que la información brindada por Axios fuera cierta. Pero ahora sabemos que, aunque el desempeño electoral de Trump sea imprevisible, su conducta no lo es.