Si usted es de los que piensa que toda persona que ingresa a la cárcel acusado de algo, pierde todos sus derechos e incluso merece morir por lo que ha hecho –o lo acusan de haber hecho–, si cree que nadie debe tener segundas oportunidades, o que el objetivo declarado de la rehabilitación de quienes delinquen es una pérdida de tiempo y dinero, sugiero que no siga leyendo este artículo. Si lo hace, se va a molestar y será una pérdida de tiempo, porque es evidente que ya tiene una opinión formada y no va a cambiar de parecer.

Si no es así, la idea es poner sobre el tapete algunas urgencias que la emergencia sanitaria ha gatillado en materia penitenciaria.

De lo poco que se sabe con certeza de este nuevo coronavirus es que la forma más segura de evitarlo es lavándose las manos y tomando distancia física de otras personas. Fórmulas simples, que sin embargo en un país tan complejo como Perú no siempre son posibles de cumplir. La falta de infraestructura para proveer de agua potable a todos, las precarias viviendas en las que viven apretujados varios miembros de una familia en una o dos habitaciones, los mercados masivos y desordenados, así como el transporte urbano informal, son algunas de las razones por las que algo tan básico como la higiene y el espacio vital se convierten en inalcanzables.

Estas carencias sociales se multiplican al infinito en un microcosmos como el de las cárceles peruanas. Construidas para albergar a 49.000 presos a nivel nacional, hoy alojan a más de 97.000 internos, existiendo algunos penales en los que la sobrepoblación supera en 500% la capacidad instalada. El 40% de la población penitenciaria, es decir, casi 39.000 personas, son técnicamente inocentes pues no han sido aún juzgados y condenados.

A ello se agrega que cerca de 11.000 presos y presas padecen alguna enfermedad crónica, que las atenciones de salud son totalmente precarias, y que la comida (la famosa paila), es pobre e insuficiente, por lo que dependen de alimentos que ingresan sus familiares.

La mezcla de todos estos factores, pero especialmente el hacinamiento, conforma un cóctel mortal que podría causar un genocidio viral si no se hace algo efectivo y rápido. Ya hay más de 180 presos muertos y 14 empleados penitenciarios fallecidos, entre ellos tres alcaides. La única opción viable es deshacinar las cárceles para hacer una mejor distribución de la población y permitir un manejo razonable de medidas sanitarias.

Ciertamente ya estamos tarde. Las autoridades han dejado pasar más de 70 días, primero sin reacción ante una realidad absolutamente previsible, y luego jugando al gran bonetón tirándose la pelota unos a otros.

El Poder Judicial, a pedido de un grupo de ciudadanos, recién instaló una comisión para que proponga soluciones después de 50 días de declarada la emergencia, y el presidente Vizcarra, en un lamentable discurso de ribetes populistas, sostuvo que no iba a descongestionar las cárceles porque no sería responsable de liberar delincuentes (“no vamos a permitir que salga un corrupto, un violador de niños o un feminicida”).

Simplificando el problema hasta la caricatura, y pese a que tenía facultades delegadas cuya interpretación hubiera permitido tomar al toro por las astas, el gobierno se negó a hacerlo con el fácil expediente de alimentar el miedo a la inseguridad ciudadana y el rechazo a la impunidad. Le sopló la pluma al Congreso presentando un proyecto de excarcelaciones concordado con el Poder Judicial, que incluía varias excepciones, tantas, que aportaba muy poco a la solución. Luego de discutir el proyecto en la Comisión de Justicia, fue archivado junto con otro proyecto en minoría, dejando en claro, en medio de arrestos populistas y demagógicos, que no querían asumir el costo de ser ellos los que adopten una medida que podría ser polémica.

Por iniciativa del gobierno el sábado pasado se han aprobado facultades legislativas para deshacinar los penales,  revisando, respecto de procesados y condenados, las detenciones preventivas, convirtiendo y redimiendo penas, y adoptando las “demás figuras que permita evaluar el egreso de personas procesadas y condenadas por delitos de menor lesividad”.

Por su parte, ayer, 26 de mayo, el Tribunal Constitucional (TC) ha resuelto un habeas corpus en respuesta a una demanda de un preso tacneño que reclamaba por tener que dormir en el piso y no ser atendido médicamente, afirmando que es inconstitucional: 

“…el permanente y crítico hacinamiento de los establecimientos penitenciarios y las severas deficiencias en la capacidad de albergue, calidad de su infraestructura e instalaciones sanitarias, de salud, de seguridad, entre otros servicios básicos, a nivel nacional”.

Por lo tanto, se debe hacer un plan en el plazo de tres meses para restructurar integralmente el Instituto Nacional Penitenciario del Perú (INPE) y resolver el problema del hacinamiento en un periodo de cinco años, de lo contrario, deberán cerrarse transitoriamente los penales –empezando por los seis más críticos– para redistribuir a los internos. Para esto, exhorta al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) para que asegure los recursos necesarios.

Más relevante aún, el TC exhorta al Poder Judicial para que al momento de disponer las prisiones preventivas lo haga “poniendo en equilibrio los principios y derechos involucrados”, teniendo en cuenta que las cárceles deben estar “preferentemente pobladas por personas que han cometido delitos graves que implican peligro social”.

No se puede negar que hay un dilema entre evitar la muerte de miles de presos y liberar a una cantidad relevante de ellos sin que se deteriore más la ya mellada inseguridad ciudadana. Por eso será clave qué va a entender el gobierno por delitos de menor lesividad, aunque el fallo comentado apunta a que se libere a todo aquel que no está interno por un delito grave que implica peligro social.

Varios expertos en la materia señalan que si no se excarcela a algunos miles de internos, por un sistema de listas y no caso por caso, la medida no servirá para nada. Por otro lado, es evidente que no se puede excarcelar a presos peligrosos. Esperemos que se encuentre el balance necesario para evitar una tragedia de proporciones sin poner en riesgo la seguridad de los ciudadanos en libertad.